Laura se quedó quieta dentro del Cadillac. Se le ocurrió si nunca tendría la oportunidad para lanzarse al vacío, para tirarse a la piscina de lo desconocido, a la aventura. Tal vez, pensaba su lado más poético, pero… «¿qué puedo hacer?», se preguntaba. ¿Volver a su piso y autocompadecerse? Menudo plato para el menú del día, pensó por dentro.
Tiró de la manilla y salió del interior. Al otro lado del coche, tras el metalizado azulado del capó, la extraña sonreía con curiosidad. Sacó el móvil y con un aire juguetón llamó con el altavoz activado.
«Madame Lidia, ¿en qué puedo ayudarla?», se oía al otro lado de la llamada.
Lidia le guiñó el ojo a Laura:
—Robert, ¿ya me has pasado los billetes en el móvil?
«Oui, Madame», siempre con tono precavido.
La misteriosa mujer se tocó el mentón y no pudo evitar preguntar:
—¿En primera, supongo?
Otro «Oui» resonó en el parking.
Lidia, ahora ya conocida por su nombre, colgó el teléfono y dio la vuelta hacia el maletero del coche. Allí reposaba un pequeño bolso de calidad.
—Dime, Laura, ¿has estado nunca en Grecia?