Llegaron a una tierra desconocida para Laura. Lidia, en cambio, parecía acostumbrada al trote de ir para aquí y para allá. Bajando las escaleras mecánicas, había la típica gente que esperaba a sus familiares después de un intenso viaje de vacaciones o puede que de negocios. La joven recordó la única vez que viajó en avión, hacía unos diez años. Recordó su bien recibida llegada de sus tíos, a la vuelta de Huelva. Poco se esperaba, en esta ocasión, ver su nombre escrito en un pequeño cartel a todo color parecido a la bandera LGTB. En una de las esquinas había el símbolo del infinito a pleno rojo chillón. Corrigió, parecía un rosa chillón.
—Lidia, Laura… ¡Bienvenidas! —dijeron las dos portadoras del colorido cartón.
Eran dos mujeres variopintas. La de la derecha, que sostenía el cartel con delicadeza, era Marta, de pelo rizado, teñido de color rubio para que no se notase la entrada en años, tal vez cuarenta largos, incluso cincuenta. Tenía uñas postizas de color verde y llevaba un vestido elegante rosa con flores de loto lilas estampadas. A su lado, estaba Lúa. Con pelo oscuro y liso, llevaba unos tejanos casi por corbata, pero también presumía de uñas arregladas, incluso con finas motas de color dorado en ellas. Era la que con más fuerza usaba su voz y saludaba con su mano libre.
—Et voilà! ¡Chicas, ya hemos llegado! —se ilusionó Lidia.
Fuertes abrazos, incluso para Laura, las recibieron. La chica estaba sorprendida. ¿Ya sabían que llegarían? No recordaba haber oído a Lidia hablar con nadie de su llegada, a excepción del tal Robert. Volvía a tener la sensación de estar en un rodeo misterioso.
—Así que esta es Laura. Pues la verdad, está en sus huesos —dijo tras una mirada de arriba a abajo.
Marta tal vez era más joven que Lúa. Tal vez, sólo. Pero estaba más entrada en kilitos y un poco obsesionada en fijarse en todas las muchachas que presumían de cuerpos atléticos y cero por ciento grasas. Con esa pinta, pensaba ella cada vez, a ver si serían capaces de parir a dos gemelos. Era su forma de compadecerse.
—Lo tenemos todo preparado —puntualizó Lúa—, ahora tenemos que ir directamente al bote.
Laura no lo sabía, pero en el puerto de el Pireo las esperaba un pequeño yate a motor con el que el dúo de recibimiento había llegado desde una de las islas del archipiélago, cerca de las Islas Sarónicas.