Primero lo primero: necesitaba claridad mental para poder usar la energía que había recibido, para poder controlar aunque fuera mínimamente su poder. Para eso necesitaba silenciar las malditas voces que no la dejaban pensar. Tomando una hebra de energía de su pecho, la subió hasta sus labios para potenciar su orden:
—Silencio.
Ni siquiera necesitó gritar. La palabra se volvió tan potente a través de su intención, apoyada por la todavía tumultuosa energía del cielo y de la tierra, que las voces no tuvieron más remedio que obedecerla. Clara suspiró, aliviada ante el bálsamo del silencio en su cabeza.
Clara pensó que al usar la energía de su poder, lograría disminuirla, suavizarla, consumirla en alguna medida, pero no sucedió así. Su pecho comenzó a arder con más intensidad, pues cada uso de su poder, lo incrementaba y lo fortalecía. Así que no era así que podría estabilizar la energía, hacerla manejable. La única forma de constreñirla seguía siendo canalizándola a través de otra persona. Pero esa no era una opción viable para Clara, no si esa persona era Eduardo.
Sin respuesta a su dilema, Clara decidió usar su poder una vez más, a pesar del riesgo. Envió parte de su energía a sus piernas y eso le permitió ponerse nuevamente de pie. Luego, usó otra hebra de energía para enfocar el mundo físico: necesitaba saber lo que había pasado con Eduardo durante sus momentos de zozobra en el suelo.
El primero de los sentidos que le respondió fue el oído. Clara escuchó la voz cansada pero firme de Eduardo. Pero su tío no le estaba hablando a ella, estaba hablando con otra persona: una mujer. Clara tuvo un momento de desconcierto, pero pronto lo hizo a un lado y se enfocó en las palabras de la conversación:
—¿Creíste que podrías eludirnos?— se burló la mujer—. ¿Creíste que te habíamos dejado vivir por pura misericordia?
—Suéltame y vete de aquí, Zelma— le ordenó Eduardo con la voz tensa.
Ella solo rió con sarcasmo:
—Tu osadía me divierte más de lo que me molesta.
—Prometiste no tocarla— le recordó Eduardo.
—Me temo que esa promesa ha caducado— le retrucó ella.
Clara hizo un esfuerzo denodado por encapsular y contener la energía que amenazaba con acabar con su vida. Sabía que tenía solo unos momentos más antes de que su cuerpo fuera consumido y decidió aprovecharlos al máximo. Aumentó su enfoque y logró recuperar el sentido de la vista.
A su derecha, vio a Eduardo con una mano paralizada a medio camino de sacar el anillo de la otra. Su intención de retomar la canalización de la energía de Clara había sido coartada por una mujer de pelo negro y largo, con un atuendo dorado que la envolvía desde el cuello hasta los pies. Su mirada era negra y penetrante, y su postura exudaba jerarquía y poder. Eduardo hacía un visible esfuerzo por liberarse de la inmovilidad impuesta por ella, pero en vano. Su poder no podía competir con el de la mujer.
—¿Quién es ella?— intervino Clara en la conversación.
Eduardo se sorprendió al escuchar la voz de su sobrina. Quiso voltear a verla, pero su captora le paralizó el cuello.
—Su nombre es Zelma— reveló Eduardo antes de que a la mujer se le ocurriera enmudecerlo—. Ella es quien condenó a Ademar a muerte y presidió su sacrificio ritual. Ella es su asesina.
—No toleraré más tu falta de respeto— le dijo Zelma a Eduardo.
Y levantando su mano, lanzó una orden silenciosa que aflojó todos los músculos del cuerpo de él, provocando que se derrumbara al piso, perdiendo el sentido. Luego se volvió hacia Clara con una semi-sonrisa diabólica:
—Tu padre y tu tío nos traicionaron. ¿Cometerás tú el mismo error?
Clara apretó los puños, tratando de evitar que la ira que la invadía hiciera arder con más intensidad el fuego que comenzaba a consumir su pecho. Con la frente perlada de sudor por el esfuerzo, puso todo su empeño en permanecer consciente.
—No más muertes— articuló Clara, logrando apenas que la voz no le temblara.
—Esa es una decisión inteligente— concedió Zelma con tono altanero, mirando de reojo el cuerpo desvanecido de Eduardo—, pero para eso, es necesario que aceptes nuestros términos.
—¿Qué quieres de mí?— le gruñó Clara con los dientes apretados, al borde del colapso.
—Queremos que nos entregues tu poder— respondió Zelma.
Clara entrecerró los ojos, confundida. ¿Entregarles…? ¿Era eso posible? ¿Esta mujer le estaba ofreciendo renunciar a su poder? ¿Volver a ser normal? ¿Llevar una vida simple y ordinaria? Tal vez esta era la solución que había esperado…
La respiración de Clara se hizo laboriosa, casi dolorosa a causa de la energía que inundaba su pecho como combustible ardiendo en llamas. Por un instante, casi perdió la lucidez, pero logró imponer su voluntad por un momento más y pudo mantener la consciencia. Necesitaba decidir rápido, actuar rápido. Ante sí tenía la opción de darle su poder a aquella mujer, a la asesina de su padre, para ganar para sí una vida común y corriente, sin sobresaltos. La oferta era tentadora, pero aceptarla implicaba traicionar a su padre y a su tío, y probablemente también a sí misma. Su padre había visto un futuro portentoso para ella, una oportunidad de realizarse con el uso del poder que él había comprado para ella con su muerte.