Clara no sabía bien hasta dónde llegaba el poder de Zelma, hasta dónde podía comprender o atisbar sus intenciones, pero no le quedaba mucho tiempo de vida, así que decidió arriesgarse.
—No puedo darte mi poder— dijo con toda la firmeza que logró reunir en su cuerpo al borde de la desintegración—. Se lo prometí a Eduardo. Se lo estaba dando cuando lo interrumpiste.
Zelma le apuntó con un mortífero dedo al cuerpo caído de Eduardo:
—Puedo acabar con su vida en un segundo, y así tu promesa ya no tendrá que ser cumplida— amenazó.
—¡No!— rogó Clara con voz lastimera—. Por favor, no. Su vida es más importante para mí que este poder— tragó saliva—. Si lo quieres, es tuyo— cedió.
—Veo que eres más inteligente que tu padre— sonrió Zelma, complacida—. Eso es bueno.
—Si ha de hacerse, tiene que ser ahora— la urgió Clara. Apenas se podía sostener en pie—. Mi padre lo dispuso así.
—Que así sea, entonces— asintió Zelma.
Clara extendió una mano temblorosa y Zelma la tomó con solemnidad. Clara llevó lentamente la mano de Zelma a su pecho y la sostuvo firmemente con las dos suyas. Luego, solo se dejó ir…
Para cuando Zelma se dio cuenta de que Clara no estaba dándole su poder sino usándola para canalizar el exceso de energía de su despertar explosivo, fue demasiado tarde. En vano trató de despegar su mano del pecho de Clara, no pudo. Clara había usado una hebra de energía para sellar el contacto de Zelma con el centro energético excedido de su corazón. A medida que Zelma declinaba y era consumida por la inmanejable energía, el fuego infernal que quemaba las entrañas de Clara iba cediendo poco a poco. Su respiración comenzó a normalizarse. La tensión de sus músculos comenzó a relajarse. Su sangre se fue enfriando hasta alcanzar una temperatura normal. Su mente se aclaró del todo por fin y recuperó contacto pleno con la realidad física.
Lo primero que notó fue que estaba descalza y que hacía mucho frío. Sonrió. Nunca había estado tan feliz de estarse congelando. Abrió los ojos y pudo percibir sin problemas ni interferencias el patio de su casa. A sus pies había un pequeño montoncito de cenizas: Zelma. Había pagado caro su ambición de hacerse con el poder de la hija de Ademar. Clara no sintió culpa alguna por la muerte física de Zelma, sus propios actos perversos la habían llevado a su fulminante final. Clara no se detuvo demasiado a pensar en la muerte de aquella asesina, tenía prioridades más urgentes: Eduardo.
Se arrodilló junto al cuerpo de su tío: aún respiraba. Lágrimas de alivio corrieron por las mejillas de Clara.
—¡Clara! ¡Qué pasó!— vino corriendo Mara desde la casa. El hechizo de Eduardo que mantenía a los comensales navideños en la mesa se había desvanecido cuando él había caído.
—Mamá, ayúdame a llevarlo adentro— la urgió Clara.
—¡Está helado!— exclamó Mara al tocarlo—. ¿Qué…?
—Sí, necesitamos calentarlo— respondió Clara, tomando su emaciado cuerpo de las axilas. No pesaba casi nada.
Su madre entendió la urgencia y tomó a Eduardo de las piernas, sin más preguntas.