El haber ido a Tierra es, ciertamente, la aventura más alucinante que he emprendido en mi vida, lo que no es para menos, ya que no solamente estuve en un lugar por muchos considerado hostil, sino también por haber conocido —no diría que comprendido, pues no llega a tanto mi atrevimiento— mucho más íntimamente a los terrestres, esa extraña y espeluznante especie cuya naturaleza malévola y mágica ha envuelto aquel sistema estelar que les pertenece y sus alrededores en un extraño y místico halo de mitos, odios y oraciones, cuyas fronteras son infranqueables y cuya peligrosidad infunde el más genuino pavor en todas las demás especies que compartimos junto con ellos este universo.
Cuando salí de Ifeana 54 (para quienes no la conocen, una de las cuatrocientas estaciones estelares pertenecientes a la organización de Especies Humanas Unidas de la Galaxia de Ifeana —Ehugi—), ubicada a tal vez treinta años luz de Tierra, la nave de viaje interestelar en la que me encontraba era un verdadero crisol de especies humanas, venidas de todos los confines de Ifeana, nuestra galaxia, encontrándose, incluso, algunos seres provenientes de otras galaxias cercanas y hasta uno de los pasajeros era un aventurero venido desde la mismísima galaxia Diagora 405, a nada más y nada menos que once mil años luz. Aunque no era la primera vez que viajaba a través del espacio sideral, sin duda alguna nunca lo había hecho tan lejos de Albea, mi mundo natal y en donde he hecho la mayor parte de mi vida, razón por la que quedé sorprendida de encontrar que aún en medio del gran vacío de la periferia galáctica, donde la cantidad de estrellas se nota sorprendentemente baja y en donde el espacio adquiere un inquietante color negro debido a la falta de polvo interestelar, la interrelación entre las especies inteligentes de nuestra galaxia y de otras continúa con gran vitalidad, sin decrecer. En esos lugares lejanos de todo mundo, sin duda la mezcla se nota con mayor énfasis, puesto que todas las especies viajan juntas las distancias largas, para luego cada una tomar su propio camino, hacia sus propios mundos.
Aun así, y como era de esperar, de todas las especies inteligentes presentes en la nave en la que viajaba, la menos numerosa era la terrestre, debido la independencia que ha logrado mantener ese mundo a pesar de que el enorme poderío militar de los Albeanos ha conquistado la totalidad de Ifeana, excepto por ese minúsculo sector perteneciente a esa particularísima especie que es dueña y señora de todas nuestras pesadillas. En cierta oportunidad conocí a un periodista proveniente de Ipseata, nuestra galaxia más cercana, en donde la civilización proveniente de un mundo llamado Alsuvió ha logrado conquistar hasta el más recóndito rincón. Ese periodista no era alsuviano, sino que ha vivido en su planeta de origen bajo el mando colonial de la metrópoli. Rátcuito, como se llamaba el periodista, visitaba Ifeana para escribir un libro sobre Albea y nuestra evolución como nación interestelar en el transcurso del tiempo, a la vez que era una suerte de embajador de Ipseata; ambas galaxias queríamos conocernos un poco mejor. En cierta oportunidad, revisábamos un mapa de Ifeana en donde se destacaban especialmente los puntos más importantes de nuestra galaxia, evidentemente resaltando Albea como metrópoli, a la vez que se señalaban algunos de los otros planetas importantes. Sin embargo, lo que más llamó la atención a Rátcuito de todo el mapa de Ifeana no fue la cercanía de Albea al centro de la galaxia, ni la abundancia de mundos relativamente autónomos de nuestro sistema, distinto a la realidad de la muy centralizada Ipseata, ni el sistema de intercomunicación que permitía que los viajes de un planeta a otro fueran relativamente rápidos. Lo que más destacó para él en el mapa fue la presencia de líneas fronterizas en donde se podía observar una muesca política en el brazo 4 de Ifeana; no pude dejar de notar el disimulado, pero sin duda alguna existente entusiasmo de aquel periodista al confirmar lo que tanto se rumoraba en su mundo, según lo cual en nuestra galaxia existía un planeta independiente y jamás conquistado por las fuerzas militares de la superpoderosa Albea. Por supuesto, no pude dejar de entender su entusiasmo, pues podía imaginarme perfectamente lo que podía sentir un ser humano nacido y criado en un mundo perteneciente a las colonias planetarias, situación muy distinta a la mía, nacida y criada en plena metrópoli. Sin embargo, aunque podía comprender y hasta compartir parte de su entusiasmo (todos quienes han seguido mi carrera periodística conocen muy bien que siempre me ha parecido absurdo nuestro sistema de colonización espacial, el cual considero bárbaro, opinión que me ha traído muchos problemas en mi relación con el gobierno), no pude dejar de hacerle notar a Rátcuito que lo peor que podía hacer era envidiar a los terrestres y su independencia política, pues esta la habían logrado mantener a cambio de lo más preciado que tiene todo ser humano, y era precisamente su humanidad. Tuve que explicarle que aquellos seres difícilmente pueden ser considerados humanos muchos de ellos y aquellos que aún conservaban su humanidad, vivían azotados y sumisos ante sus captores. Tierra y su pequeño espacio no era un mundo de humanos, sino un mundo de demonios, razón por la cual aquella porción de espacio se había convertido, y de forma muy merecida, en el lugar más misterioso y temible del universo conocido y seguramente también de todo el universo por conocer.