Diablos en las estrellas

IV.3

El elevador fue un momento particularmente claustrofóbico para mí, ya que aunque confiaba en Leonora, también nos acompañó Roberto mientras bajábamos a la recepción. Él se veía tranquilo, como cualquier hombre inocente que no lleva encima ninguna acción proterva que amerite su reflexión y arrepentimiento.

—¿Dónde está Castro?

No sé de dónde saqué el valor para hacer esa pregunta y para actuar con la naturalidad con la que actué. Admiraba los detalles del elevador, como si en verdad estuviera distraída por la belleza y el lujo en su diseño. Escuché que Leonora aclaró un poco su voz, mientras observaba a Roberto.

—Está haciendo otras labores —respondió.

—¡Ah! —dije—. Qué lástima. Me cae muy bien el muchacho. Es muy alegre.

—Claro. Es puertorriqueño, y ellos son personas muy cálidas y simpáticas.

—En efecto. Espero verlo pronto.

—Ya veremos —respondió Leonora luego de un rato.

Por más que lo hubiera querido, no pude obviar la mirada encendida de Roberto, que fijó en mí sin mucha discreción, y yo no podía dejar de imaginarme sus pensamientos coléricos dirigidos en mi contra.

—¿A qué se debe este súbito interés en un funcionario de poca monta, como Castro? —preguntó Roberto de repente, con la voz un poco alta—. ¿Es que acaso se ha enterado de algo? ¿Qué es lo que está insinuando?

—Pero… —¡Tonta!, ¡tonta!, ¡mil veces tonta!, me gritó una voz en mi cabeza, recriminándome que se me ocurriera arriesgarme tan estúpidamente ante un vampiro sin ninguna necesidad. Tenía que pensar algo, y rápido—. ¿Qué es lo que ocurre? No estoy insinuando nada. Por supuesto que no. ¿Qué puedo yo insinuar sobre cualquier asunto? Y además, por supuesto que no me he enterado de nada. ¿Acaso hay algo de lo que me debí o me pude haber enterado?

—Es mejor que no se meta en esos asuntos, albeana. —Esa palabra, «albeana», me fue certeramente lanzada a la cara por Roberto. Fue obvio que con ella me quería recordad cual era mi posición en ese mundo: la de una constante e insalvable presa potencial, demasiado al alcance de poderosas fieras que me deseaban y me podían tener.

—Pero ¿qué asuntos? —Y a pesar del peligro, alguna extraña fuerza me motivó a continuar con mi terca exposición. Me sentí indignada por el trato de Roberto, porque ¿quién se creía ese troglodita para tratarme así? Otra voz en mi cerebro, por su parte, me decía: ¿Quién se cree que es? ¿Quién se cree que es? ¡Es un vampiro, Córima! ¡Un vampiro! La pregunta debería ser ¿quién te crees tú que eres para venir al propio mundo que les pertenece a los vampiros (porque sí, este mundo les pertenece a ellos, incluyendo a los humanos terrestres, que también son propiedad vampírica, por más terrible que sea) y creer que saldrás bien librada retándolos?—. ¿De qué habla, Roberto? De verdad no entiendo a qué se debe su molestia. Simplemente he hecho notar que me cae bien Castro, que me pareció un muchacho alegre, y que me entristece no verlo. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Acaso ha pasado algo con él?

—Por supuesto que no ha pasado nada con él —interrumpió rápidamente Leonora, que miró con ojos fulminantes a Roberto, que a su vez apartó al fin su mirada de mí—. ¿Qué va a pasarle? ¿O acaso hace esa pregunta por alguna razón en particular?

—¿Cómo? Por ninguna razón, por supuesto —¿Puedo confiar en Leonora?—. ¿Qué razones iba yo a tener? Es solo que me parece extraño que Castro haya desaparecido cuando se mostró tan solícito conmigo ­—Falso. Más que solícito, se aferró a mí, tal vez pensando que yo podría servirle como alguna suerte de salvoconducto, y eso fue obvio para todo el mundo, pero en esa conversación todos actuábamos nuestro papel dentro de la fiesta de máscaras que se había montado inesperadamente en derredor de mí—. Además, ¿por qué la actitud de Roberto?

Entre disparatadas excusas, Leonora trató de convencerme de que nada malo pasaba, de que todo estaba perfectamente bien con Castro, que solo le habían sido asignadas otras responsabilidades y que seguramente podría hacer algo para que regresara a sus labores a mi lado si eso era lo que yo pedía, y por allí se fue la perorata, que duró hasta que llegamos a las mismas puertas del salón en el que se llevaría a cabo la recepción. Me sentí un poco aliviada porque creí que allí acabaría todo. Me seguí reprendiendo por mi torpeza, pero a la vez estaba segura de que no sería la última vez en la que esa imprudencia que habita dentro de mí me obligaría a empujar un poco más los límites de mi suerte, que estaban apenas unos centímetros superpuestos con los límites de la paciencia de los vampiros, que todos sabemos no se caracteriza por ser muy abundante. ¡¿Pero que estás haciendo, Córima?!, seguía preguntándome y recriminándome a mí misma, recuerda que solo viniste a investigar y a entender, no a intervenir.




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