Diablos en las estrellas

V.1.

El olor del aire a la mañana siguiente era muy particular, pues había llovido durante gran parte de la madrugada. La madrugada es, por cierto, un extraño momento del día que ocurre en los planetas que están en las periferias de la galaxia, el momento de la noche más cercano a la próxima salida del astro brillante dominante del planeta, momento que los terrestres llaman amanecer. Me desperté abruptamente, algo sorprendida, luego de que relámpagos sonorísimos me hicieran consciente de que me encontraba en un mundo con una atmósfera famosa por impredecible y violenta, pues era de un aire tan transparente y las nubes a veces eran tan escasas que los terrestres solo podían predecir lo que ocurriría con algunas horas de antelación. Para mis lectores externos, ocurre que en Albea el aire no es transparente, sino que está siempre ligeramente coloreado por el polvo volcánico suspendido en él, y por eso hemos aprendido a predecir el tiempo tan solo con ver los patrones que generan las motas en el aire, y podemos saber más o menos lo que va a pasar a veces con días de antelación. Los terrestres no tienen esa fortuna dada la invisibilidad de su aire, así que es frecuente que los sorprendan lluvias, tormentas y días soleados por igual. Aun así, la lluvia en Tierra es muy parecida a la lluvia en Albea y en la totalidad de los mundos en los que pulula la vida inteligente, cuando cántaros y cántaros de gotas caen del cielo y resuenan sobre la superficie. Somos tantas especies, tantos mundos, tantos planetas, tantas vidas, muchas emparentadas a pesar de las distancias (como las especies de la familia frásica —de frasic, ‘humano’ en goccast, lengua mayoritaria en Albea, que por cuestiones de practicidad e imposición histórica, ha pasado a llamarse lengua albeana—, a la que pertenecemos los albeanos, gunicios y, aunque nos cause terror, los propios terrestres), y otras tantas tan diferentes que nos es casi imposible reconocernos mutuamente como inteligentes, justo lo que pasó cuando los albeanos conquistamos Dogceav, un planeta al otro extremo de la galaxia respecto a Tierra —qué afortunados que son por esto, consideran algunos, no solo por la distancia que los separa de los terrestres, más precisamente de los vampiros, sino sobre todo por el nulo interés de esos diablos estelares en los dogceavianos, justo por las características de su especie—, nos costó reconocerlos como inteligentes, y es la especie más diferente a la familia frásica que se conoce hasta ahora. ¿Son una especie, acaso? La pregunta sigue vigente, y ellos mismos se lo preguntan, porque apenas si son reconocibles como tal. Se trata más bien de una simbiosis que genera una inteligencia. Los daen, árboles bulbosos y calados de pequeña altura, mantienen con vida a una colonia de peligrosos y potencialmente asesinos insectos alados —llamados frags—, caracterizados porque solo pueden alimentarse de una sustancia nutritiva extremadamente dulce que emana de algunos orificios del tronco de los daens, y una colonia de frags se alimenta exclusivamente de un solo daen, al punto de que cuando el daen muere, todos los frags asociados a ese árbol se disgregan, como un espíritu vagante, y mueren dispersos e individualmente en la naturaleza. Para alimentarse de su árbol, deben introducirse en algunos agujeros en su corteza, y allí adentro entran en una suerte de estado catatónico y son  atrapados por unos vellos móviles que penetran en sus cuerpos y sus cerebros, y transmiten al árbol la información que el insecto ha ido captando en sus vuelos, y esa información es compartida en un sistema neuronal, de tal forma que todos los insectos son capaces de compartir entre sí la información que todos introducen, y millones de cerebros minúsculos, de repente, generan una sola inteligencia colectiva. Cuando los primeros exploradores albeanos llegaron a ese mundo, lo consideraron un planeta sin vida inteligente, pero los acertados ataques de los insectos los desconcertaron. Durante un tiempo supusieron esos exploradores que se trataba de insectos comunes que trabajaban en conjunto de forma caótica, pero pronto se hizo evidente que llevaban a cabo estrategias tan bien planificadas que no podían ser producto del caos natural, ya que cada ataque y defensa albeana era contestada con un inesperado cambio de conducta de los frags, lo que solo se podía explicar si había inteligencia involucrada que los controlara a distancia. ¿Quiénes eran los seres inteligentes que comandaban estos ejércitos de insectos, y mediante qué tecnología habían logrado semejante coordinación? Cuando los primeros científicos entendieron que no había un ente coordinador, sino que se trataba de una forma de inteligencia hasta ese momento desconocida, mostraron por primera vez sumisión ante los insectos, y estos, a su vez, bajaron la guardia. No pudieron comunicarse de ninguna forma al principio, pues no había nada equivalente al habla ni a la escritura en aquella civilización, pero de seguro habría alguna forma de comunicación. Al descubrir la relación entre los insectos y los árboles, nuestros científicos empezaron a entender mejor cómo trabajaba aquella especie inteligente, a la vez que esa especie también comprendió como trabajábamos nosotros. Los insectos, si bien se podían alimentar solamente de un árbol, podían ingresar en los demás y compartían voluntariamente información, y de esa forma los «individuos» se comunicaban entre sí. La información, increíblemente, podía recorrer en cuestión de segundos varios kilómetros, pues los insectos que iban de árbol en árbol la multiplicaban millones de veces. Los densos bosques eran constantemente envueltos por nubes de insectos, que hacían que algunas zonas tuvieran un sonido tan particular y fuerte que los albeanos tenían que usar protección auditiva. De esa forma, los frags eran a la vez los cerebros y las extremidades de esos seres, pero los árboles eran los centralizadores de la información, sin embargo, los árboles no tenían cerebros, como todas las especies vegetales conocidas, y un insecto individual era tan inteligente como cualquier otro animal de inteligencia mínima. Finalmente, cuando los dogceavianos entendieron que los recién llegados eran también seres inteligentes, establecimos formas de comunicación. Los insectos empezaron a escribir, haciendo formaciones sobre superficies blancas. Se les hizo tremendamente difícil, pues jamás habían previsto aquello de la escritura, pero no les quedó otro remedio que aprender a hacer esta nueva acción cuando entendieron que no podían intentar penetrar a los humanos. Lamentablemente, muchos albeanos murieron de la forma más horrible antes de que la especie local llegara al fin a la conclusión de que no era así como funcionábamos. Cuando entendimos que dentro de los árboles no había cerebros, sino que los cerebros eran los de los insectos y que cada individualidad era en realidad una miríada de seres entrando y saliendo del árbol —en el que metían información, la procesaban mientras estaban conectados, decidían en colectivo y, finalmente, salían con una misión—, casi nos desmallamos de la impresión. La discusión derivó en si una individualidad como esa podía ser considerada inteligencia, o siquiera una individualidad. Sin embargo, todo quedó claro cuando ellos entendieron que nosotros teníamos un cerebro y que nuestro procesamiento ocurría enteramente dentro de nosotros y nada entraba y salía de nuestros cuerpos. Ellos también discutieron si nosotros podíamos ser considerados inteligentes y nos quedó claro, en efecto, que la inteligencia de los demás es algo de lo que nadie está seguro, pero extrañamente todos creemos que nosotros sí que somos indiscutiblemente inteligentes. Para confirmar su inteligencia, descubrimos que los dogceavianos estaban en guerra. ¡¿En guerra?!, exclamaron nuestros científicos, que jamás se dieron cuenta antes de esa revelación de que ocurría una pelea. ¿Cuál guerra, si desde que llegamos solo hemos visto nubes gigantescas de frags revoloteando por allí y eso ha sido todo? Resulta que había insectos con misiones de ataque que entraban y salían de los árboles enemigos y les inoculaban enfermedades y sustancias venenosas, pues esos insectos, cuando se conectaban, se suicidaban, sus cuerpos explotaban e infectaban al huésped. De esta forma, nos enteramos de que la única guerra que jamás habían conocido estos seres era de tipo ¡bacteriológica y química! Cuando se enteraron de que nosotros preferíamos los métodos físicos para matarnos entre nosotros durante una guerra lo consideraron inmoral, y se sorprendieron cuando se enteraron de que para nosotros las guerras bacteriológicas y químicas eran las inmorales. Aquel mundo fue conquistado por los albeanos cuando emprendimos una horrible guerra física, precisamente, de la que a duras penas los locales se pudieron defender, pues aunque podían construir armas y objetos por el estilo, jamás lo habían considerado realmente útil, así que nuestra llegada y súbito cambio de actitud los sorprendió desarmados e indefensos. Infundimos tal nivel de terror entre los dogceavianos que su rendición fue rápida y total. Aun así, ha sido una de las especies con las que hemos tenido relaciones más armónicas, pues las diferencias entre nosotros son tan abrumadoras, que los albeanos solo tomamos elementos de su mundo y ellos no nos reclaman ni nos impiden nada, solo que no les quitemos el agua ni la luz de su estrella ni alteremos demasiado su ecosistema. Al final de cuentas, es una civilización de árboles que han esclavizado químicamente a una especie de insectos, así que solo necesitan para sobrevivir lo elemental. Se les hace incomprensible nuestra fascinación por el oro, los diamantes y demás riquezas que sacamos de su subsuelo, así como para nosotros es incomprensible que ellos deseen y puedan vivir con tan poco.




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