Había pasado tres días en Roma, recorriéndola, entendiendo su forma particular y reconstruyendo esa historia que destilaba en cada esquina, cada una formada de amores y odios, de añoranzas y deseos, de locuras y razones, cada adoquín y cada piedra en sus fachadas hechos del sólido terror de la historia. Era el terror de todos aquellos sobre los que había caído el pesado yunque de la justicia defensora de las grandísimas instituciones que habían forjado el grandioso destino de esa ciudad.
Al conocer un poco mejor esa historia, no me pareció tan extraño que aquel mundo fuera la cuna de los seres más oscuros y malignos en todo el universo conocido (y seguramente de todo el que queda por conocer), pues hasta sus seres humanos demuestran estar llenos de cierto sadismo, suerte de defecto psicológico que, aparentemente, les hace disfrutar de las desgracias ajenas, como si en algunos de ellos o en algunos momentos el dolor del otro les proporcionara un placer supremo, definitivo y lleno de gloria.
La historia de Tierra es violenta y cruel, plena de los horrores que embarcaron a cada ser humano en una nave que surcaba un mar de sangre, en el que flotan los cuerpos sin vida de los caídos en aras de los fuertes y los victoriosos, en aras de los triunfadores, de aquellos que habían alcanzado las alturas de una sociedad que admira y ama la belleza, la fama y el poder más que cualquier otra cosa en todo el Universo.
Debo confesar que, mientras aprendía de todos esos horrores ―masacres, violaciones, asesinatos sin piedad, conquistas por la espada y el terror, enfermedades, bombas, secuestros…―, se me pasó por la cabeza que la aparición del vampirismo era el destino natural de esa especie. Y dándome cuenta de que son, además, pertinaces en sus crueldades, tuve una visión del futuro, y es tanta la seguridad de que ocurrirá eventualmente, que lo sentí como un recuerdo. En mi ensoñación, los terrestres expandían su imperio de miedo y destrucción hacia el resto del universo, yendo de un planeta a otro, consumiendo hasta la última gota de sangre del último individuo. A pesar de que por un momento me sentí inquieta por las horribles visiones que acudían a mi mente, al rato me sentí tranquila, porque pude predecir con seguridad el futuro, fortuna que no tenemos la mayoría de las veces. Es horrible esa visión que tengo de ese futuro, pero creo que es evidente que no puede ocurrir de otra forma: el único destino seguro del universo es el dominio definitivo de los vampiros sobre todas y cada una de nuestras especies, y el nuestro es perecer, sufrir y colapsar entre sus brazos. Todo el universo será suyo, y en todo el universo ellos serán los únicos sobrevivientes. Cosas de la evolución y la selección natural, aunque algunas teorías muy razonables den cuenta de que la aparición de los vampiros no fue un fenómeno natural. Quizá, si tengo suerte, ya habré muerto para cuando esto ocurra, pero es casi seguro que mi descendencia, tal vez la no muy distante generacionalmente de mí ―mis nietos o bisnietos, tal vez hasta mis hijos―, sufrirán el revés histórico más temido por los pueblos conquistadores. Me refiero, como es evidente, a la dantesca y aterradora visión de ser nosotros los conquistados, padecer la venganza de quienes antes sitiamos e inmovilizamos al imponer nuestra pesada bota sobre sus cabezas y decidir sus destinos, justificando nuestras acciones en el bien de todos, el de nosotros mismos, la especie conquistadora, y de ellos, la especie conquistada. Sin embargo, sufriremos la conquista de una especie que no necesita recurrir a argumentaciones falaces para calmar la culpa en su atormentado corazón, pues en ellos, en los vampiros, no existe tal cosa como la culpa, y tal vez tampoco un corazón, así que mientras nos destrocen no mostrarán rostros compungidos y no se justificarán, no dirán que si nos rendimos nos irá mejor, ni que si no nos resistimos dolerá menos nuestra eliminación. Luego de nuestra extinción, no habrá memoriales, porque no seremos víctimas, y no habrá remordimiento alguno por los gritos lanzados al aire por los nuestros, gritos que quedarán encerrados en la impenetrable bruma del pasado. Cuando horrores tan terribles ocurren, las promesas de que no volverá ocurrir es lo único que nos calma como seres humanos, aunque sepamos muy bien que esas promesas son lo mismo que la vacuidad en el espacio exterior. Pero los vampiros no solo no dirán que no volverá a ocurrir, sino que hubieren deseado que ocurriera otra vez, y tal vez que ocurriere eternamente. Para ellos, solo los humanos que comparten sus genes son dignos de un trato piadoso ―aclarando que para ellos ser pío es no matar al otro solo porqué está vivo y al alcance―, y todos los demás no somos más que presas deliciosas y jugosas cuya única utilidad es el desangramiento por la yugular, con sus mandíbulas dotadas de puntiagudos y afilados colmillos desgarrando nuestras carnes y arrancando nuestras tráqueas.
Generación tras generación en Roma, todos los seres humanos sufrieron todas las atrocidades posibles, desde la esclavitud hasta el martirio, desde la violación hasta las torturas, desde el presidio gratuito hasta la pena de muerte, unos por ser extranjeros, otros por ser locales, por enfrentarse mínimamente al poder, o porque el poder así lo creyera, unos primero por pregonar nuevas religiones y luego los otros por pregonar las viejas. El poder iba saltando de grupo en grupo en cada momento histórico, desde los cónsules y emperadores de la República antigua y luego del imperio, yendo luego a caer en manos de los papas, más tarde a los ideólogos del mal político, los fascistas y los comunistas, a los presidentes o reyes. Toda la belleza de la ciudad y de su cultura popular no puede ocultar la maldad que emana de cada piedra y de cada calle. Me di cuenta de que en este mundo la maldad es la gran constructora de todo imperio y sostén de todo poder, razón fundamental por la cual la mayor parte de los terrestres humanos observan con desconfianza y temor a todas las figuras de autoridad, como si supieran que toda palabra benevolente y suave de los poderosos tiene encerrado a un castigo desproporcionado esperando a ser liberado de sus cadenas, que desea alimentarse de cabezas débiles y añora sangre y lágrimas, que los gestos de amabilidad de los fuertes son en realidad condescendencia, que apretar las manos con ellos es encierro, y que sus besos son sentencias.