Diana se escabulló debajo de la puerta del despacho de su padre mirando por la cerradura. Sus padres discutían a gritos dentro del despacho. La niña apenas tenía seis años y no entendía muy bien lo que estaba pasando. ¿Por qué su padre, siempre tan tranquilo y sonriente, grita tanto a su mujer? ¿Por qué ella, tan asustada, responde balbuceando?
–¡Johnny, Johnny, cálmate por favor! ¡No es lo que piensas, en absoluto! Te lo juro…
Y, en vez de una respuesta adecuada, un aluvión de sucios insultos cayó sobre la pobre mujer.
El despacho, como en general toda la casa donde Diana vivía con sus padres, sus dos hermanas mayores y un hermano menor, era una vivienda de lujo. Con muebles antiguos de roble y nogal, cuadros colgados en las paredes, jarrones chinos, estatuas, tapices y pequeñas chucherías que decoraban el hogar. La niña ingenuamente pensaba que todas las familias inglesas vivían en unas viviendas parecidas.
Ella volvió a echar otra mirada por el ojo de la cerradura. Por supuesto, no podía ver el panorama completo. Sólo un trozo del vestido verde de mamá y la chaqueta a cuadros de papá. Pero se escuchaba muy bien lo que los padres decían el uno al otro.
Diana se estremeció. Un sonido extraño llegó a sus oídos. Como si su padre le hubiera dado una bofetada a la madre. La niña se alejó de la puerta y se tapó los labios con las manos apaciguando un grito que casi salía de su boca. Y sus ojos, grandes y azules, se pusieron aún más grandes, por el susto que sintió.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó la hermana Sarah.
Diana no la escuchó acercarse. Quizás estaba demasiado ocupada con lo que sucedía dentro del despacho de papa. O tal vez Sara se acercó sigilosamente, de puntillas.
Sarah ya tenía unos trece años. Pelirroja y de ojos grises, era considerada toda una belleza en la familia. Porque ella ya usaba vestidos de señorita con estampados florales, y no la ropa infantil con ositos y perritos, como Diana. Los familiares la llamaban "Guapa". Y a Diana, con mucho cariño, le decían: "Ranita". Pero este apodo se explicaba por el hecho de que Diana nadaba muy bien. En el agua, se sentía como un pez o algún tipo de animal marino.
Diana se volvió hacia su hermana mayor y le susurró asustada:
–¿Qué pasó? ¿Por qué papá le pega a mamá?
–¡¿Le dio un golpe?! –Sarah se quedó sorprendida.
–Sí –sollozó Diana–. Escuché el sonido de una bofetada.
–¡Vámonos de aquí, inmediatamente!
Sarah agarró a Diana por los hombros y la llevó a la habitación de niños. Estaba vacía. Jane, la hermana del medio, fue a visitar a una de sus amiguitas. Y el hermano más pequeño que se llamaba Charlie en honor al hijo mayor de la reina Isabel, estaba jugando en el jardín. El pequeño Charlie Spencer, pelirrojo, como todos los hijos de Johnny Spencer y Frances Roche, era un niño muy travieso.
–Siéntate y escucha –Sarah señaló una silla a su hermana menor–. Simplemente no le digas nada a nadie.
–No diré nada a nadie –Diana incluso dejó de sollozar de tanta emoción.
–¿Me lo prometes?
–¡Te lo prometo!
–¿Lo juras?
–¡Te lo juro, te lo juro, pero dímelo ya!
–Entonces... –Sarah se acercó su cara a la de la hermana, y Diana sintió su cálido aliento en su mejilla demasiado sonrojada–. Nuestra madre tiene un amante.
–¡¿Un amante?! –los ojos de Diana de nuevo se pusieron grandes y redondos como platos.
–Sí –Sarah asintió con la cabeza.
Se sentó frente a Diana con los brazos cruzados sobre el pecho, sus gestos imitaban las de una mujer adulta. Diana se quedó en silencio, pensando, y sólo unos minutos después se atrevió a preguntar:
–¿Qué significa "amante"?
–¡Vaya, que niñita tan pequeña eres! –exclamó Sarah–. Hay que explicártelo todo. Un amante es un hombre con quién duerme una mujer.
Diana de nuevo se volvió pensativa. Un hombre durmiendo con una mujer. Bueno, ¿y qué? Para una niña de seis años esto no tenía un significado lascivo. Ella misma, por ejemplo, suele dormir con un osito de peluche. Y al hermanito Charlie le gusta tener en su cama unos soldaditos de plomo pintados en colores de la bandera de su país: azul, rojo y blanco.
–Bueno, están durmiendo. ¿Y qué? –preguntó agachando la cabeza y mirando a Sarah.
–Niña tonta –Sarah frunció los labios caprichosamente–. Vale, ¿cómo puedo explicártelo mejor…? La mujer no sólo duerme con su amante, sino que también le da besos. Aunque es algo que le está prohibido. Una mujer casada sólo puede besar a su legítimo esposo. Y también a sus hijos. Pero a nadie más. ¿Ahora entiendes?
–Ahora entiendo –asintió Diana con la cabeza–. ¿Es malo besar a los tíos ajenos?
Sarah respondió con autoridad de una profesora ante unos alumnos ignorantes:
–Por supuesto que es algo muy malo. A esto se le llama traición. En la Edad Media, incluso unas cuantas reinas de Inglaterra fueron decapitadas por haber traicionado a sus maridos, los reyes.
–¡¿Decapitadas?! – Diana otra vez volvió a taparse la boca, tan asustada se sintió de nuevo–. ¿Quieres decir que les cortaron las cabezas cómo lo hacen con las gallinas en el patio trasero?
–Así es.
Diana vio más de una vez cómo su cocinero cortaba las cabezas a las gallinas con un enorme machete. Era un espectáculo terrible, pero a la vez tan fascinante que era imposible apartar la mirada. La sangre salpicaba del cuchillo rociando el delantal blanco del cocinero. La cabeza de una gallina permanecía inmóvil sobre el tronco ensangrentado, mientras que el cuerpo caía abajo y aun batía las alas por unos instantes más, se sacudía en unas convulsiones e intentaba levantarse y salir corriendo.
–¿Nuestra madre también será decapitada?
Sarah se rio:
–¡No seas tonta, Diana! Ya no vivimos en la Edad Media. Ahora a nadie se le corta la cabeza. Ni a las reinas.
–¿Y qué pasará con mamá entonces?
–No lo sé –Sarah se puso triste–. Supongo que se van a divorciar. Las parejas siempre se rompen cuando el hombre se entera de la infidelidad de la mujer. Y cuando el infiel es el marido, pues siguen viviendo juntos como si nada hubiera pasado. Como está haciendo nuestra abuela, Ruth Fermoy.
–¿Y la abuela Ruth que tiene que ver?
–Nada. Olvídalo. Esto no es una charla para los niños pequeños. Lo entenderás cuando seas mayor.
–¡Ah, sí! ¿Y tú quieres decir que ya eres tan mayor! –exclamó Diana.
–Soy mucho mayor que tú –respondió Sarah.
–¿Tal vez ya tienes un novio?
–Todavía no, pero hay un chico que me gusta mucho... –en este momento Sarah parecía soñar despierta, y se sonrojó profundamente.
En general, las tres hermanas Spencer se sonrojaban con facilidad. Tenían las mejillas tan rosadas, redonditas y saludables como las tienen las chicas crecidas en el campo. Aunque las hermanas no eran campesinas, sino unas señoritas nobles pertenecientes a una de las familias más aristocráticas del Reino. Su linaje se remontaba al año 1506. Y sobre su mansión familiar ondeaba una bandera con su escudo de armas. El abuelo de Diana y sus tres hermanos ostentaba el título del séptimo conde de Spencer, y el padre se titulaba “vizconde Althorp” y estaba esperando su turno para convertirse en el octavo conde.
– ¿Quién es este chico? –Diana tiró de la falda de su hermana–. Cuéntamelo.
–Luego te lo cuento –respondió Sarah–. Todavía no estoy muy segura.
Diana saltó de su silla y dio unos saltos por la habitación gritando de alegría:
–¡Sarah está enamorada! ¡Sarah está enamorada! –exclamó en voz alta.
–¡Cállate, te lo pido por todo lo sagrado! –suplicó Sarah.
Diana se detuvo de repente. Se cayó al suelo, pero solo fue un berrinche caprichoso. No le dolió nada, porque el suelo estaba cubierto de una alfombra antigua de un valor bastante alto. Los niños Spencer, cuando jugaban solían caerse e, incluso, arrastrarse por el suelo, cuando lo quisieran.
–¡Ahora sí, lo entiendo todo! –exclamo ella–. ¡Un amante es alguien a quien ama una mujer!
–Así es –Sarah hizo una mueca insinuante.
–Entonces, ¿nuestra madre ya no ama a nuestro padre?
–No lo sé –Sarah esquivó la mirada de su hermanita menor–. ¡Y ni se te ocurra preguntar a los padres sobre esto! Eso no es asunto nuestro. A los niños no se les permite inmiscuirse en los asuntos de los adultos.
–De acuerdo –asintió obedientemente Diana–. No le diré nada a nadie. Pero debes contarme una cosa: ¿cómo se enteró papá de que mamá tenía un amante?
–Está bien, te lo voy a contar –se rindió Sarah–. ¿Recuerdas cómo hace poco nuestra mamá viajó sola al mar, sin nosotros?
–Claro que recuerdo. Tenía tantas ganas de acompañar a mamá, pero ella no quiso llevarme –Diana hizo una mueca al recordar lo que le pareció un desprecio de parte de su madre.
–Pues, fue allí, en el mar, donde conoció a su amante.
Diana cerró los ojos e imaginó a su madre, tan hermosa con un bikini de colores vivos, un sombrero de paja con ala grande, sentada bajo un paraguas a rayas. A su lado se despliega una vista deslumbrante: un mar de color azul profundo cubierto de espuma marina brillante, y la cálida arena de color amarillo llena de piedritas multicolores, conchas de nácar y estrellas de mar. ¡Y de repente aparece él, el Amante! Así es: el Amante con una “A” mayúscula. Es un hombre guapo de piel morena y cabello negro peinado hacia atrás. Sus enormes músculos ruedan bajo la piel bronceada. El bañador rojo ciñe sus firmes caderas. Él sonríe y se quita las gafas oscuras para ver mejor a la bella mujer. Un cigarrillo humeante se encuentra en su boca. O mejor aún: un cigarro se esos, gruesos y caros. En fin, un auténtico amante de las películas que suele mirar la gente adulta, las que Diana tenía prohibido ver, pero siempre intentaba echar un vistazo a escondidas, cuando sus padres estaban viendo la televisión en el salón de la casa.
La niña sólo lamentaba que el dichoso amante de su madre no fuera su padre. Pero a decir la verdad, nadie podría imaginar al vizconde John Spencer en tal situación. El padre de Diana, un ex oficial que incluso participó en la Segunda Guerra Mundial, y luego estaba al cuidado de los caballos del difunto rey Jorge VI y de su hija, la actual reina Isabel II. Él siempre estuvo rodeado de caballos o involucrado en los asuntos pendientes de sus propiedades. Siempre vestía pantalones de lana a cuadros y una chaqueta caqui cuando estaba ocupado en los establos. O se le veía vestido de un elegante esmoquin gris y una pajarita en las noches cuando se celebraban fiestas en su mansión. Las recepciones de los Spencer siempre han sido lujosas. Toda la nobleza del condado asistía a las fiestas exuberantes en el Althorp House. Incluso a veces, en ocasiones especiales, los miembros de la familia real estaban presentes en aquellas fiestas.
Diana escuchó más de una vez cómo sus padres, con aire de admiración, se jactaban que la propia reina Isabel era una invitada de honor en su boda.
Y ahora John y Frances Spencer estaban al borde del divorcio...