Larisa estaba casi lista para llegar al verano. Era el último esfuerzo. La meta estaba cerca.
Aquella que había sido, en algún momento, ya no era. Se había deshecho de ella en los kilos que había eliminado de su cuerpo. Le había dicho adiós, en cada plato, ocupado solo por ese apio.
Los nueve anteriores habían sido días duros. Primero, el hambre. Luego, la ansiedad. Las ganas de correr a la heladería más cercana. La falta de fuerzas. La furia. Las alucinaciones en las que su reflejo le hablaba desde esa ventana al infierno que era su espejo. La soledad de aquel apio, que la miraba desde la superficie blanca y le guiñaba un ojo verde antes de ser asesinado, con brutalidad, por su tenedor.
El décimo día de aquella dieta cruel había llegado. Pero el apio de turno no estaba. Era la hora de comer —o de simular en aquella rutina enfermiza que lo hacía— y Lalisa no podía hallar su décimo apio por ninguna parte.
Iría a buscar otro, se dijo, desesperada. Ya era el último. El paso final para llegar a su ideal de perfección.
Cuando terminaba de calzarse las zapatillas y luchaba con sus dedos temblorosos por la falta de energía para atarse los cordones, se dio cuenta de que algo estaba mal con ella. Fue hacia su confidente, su único amigo clavado en la pared, en busca de una respuesta. Como siempre, el espejo le devolvió una figura que no esperaba. Y no, no era que se hubiese excedido con eso de comer apenas una rama de apio al día. Llegaría al verano con una silueta envidiable, eso seguro. Pero acababa de notar que algo, en las hojas que salían de su cabeza, estaba fuera de lugar. Eran hojas muy anchas. Debía ser mejor. Debían ser hojas más pequeñitas, más delgadas. Y su tallo estaba muy grueso.
No estaba ni cerca de haber terminado con su objetivo. Aunque sí que se trataba de un buen comienzo. Estaba progresando, podía ponerse contenta por eso.
Así, olvidó la razón de su nerviosismo y dejó que el hambre se diluyera entre las fibras de sus nuevas células verdes. Podría nutrirse del sol, aunque no demasiado, no fuera a ponerse más gruesa todavía.
Porque había encontrado lo que estaba buscando, por fin. Ella era su propio apio.
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Editado: 14.10.2022