Cuando Lisa notó que sus pies perdían el balance y su espalda cedía en cuarenta y cinco grados a la fuerza de aquella mano apoyada en su pecho, sus brazos hicieron el intento de asirse a una última esperanza. Sin embargo, Diego no tuvo reacción, tardó en horrorizarse por lo que acababa de hacerle. Y, por supuesto, no la ayudó. Ella caería al vacío, desde una azotea solo habitada por los dos.
Tampoco él tuvo mucho tiempo de darse cuenta de la magnitud de aquel empujón en medio de la discusión, porque de pronto se vio forcejeando con cincuenta y tantos kilos de peso en la cornisa del edificio, aferrados a su brazo derecho. Sus ojos se encontraron por un momento, los de ella desorbitados por la sorpresa, el miedo, la súplica. Los de él, dos témpanos grises de duda. Ninguno dijo palabra. Eran las tres de la madrugada, adentro la fiesta llegaba a su punto máximo y nadie saldría a ver qué pasaba con ellos. No cuando todo el mundo sabía que sus discusiones solían terminar en platos rotos, papeles desperdigados, lágrimas de rímel y sexo desenfrenado sobre la alfombra. Esta vez, en casa ajena, llenos de alcohol y alguna otra cosa más, no habían tenido nada para arrojarse. Nada más que ellos mismos.
Luego de un eterno segundo de mirarse, Diego intentó que ella lo soltara. Dolía demasiado. Era mucho peso. Por fin se había sentido liviano, en aquel instante de verla trastabillar sobre el fondo luminoso de la ciudad. Solo tenía que dejarla caer.
A la muchacha se le perdieron los tacones, un par de lágrimas y toda su fe en la humanidad en el proceso. Nunca supo qué había llegado al suelo primero.
Él, mal ubicado sobre el borde, sintió que su brazo dolía como si fuese a abandonar su cuerpo para caer junto con ella y convertirse en evidencia de su locura.
Lisa gritó, ahogada por la desesperación y el llanto. Diego cambió de punto de apoyo la mano libre para empujar su cabeza. Entonces ella dejó de patalear sobre la nada y encontró, sin querer, un relieve en los ladrillos de aquella desgracia vertical. No necesitó mucho más. El chico asomaba medio cuerpo, empecinado en liberarse. Con un esfuerzo descomunal de las rodillas, la joven se mantuvo firme y dio el último tirón con sus manos. Ya no tenía sensibilidad en los dedos, ni capacidad de razonamiento lógico, pero el toque de aquella palma que se había plantado en su esternón al principio seguía intacto. Lo vio perder el balance y, con eso, ambos quedaron librados a la nada.
Ahora Diego caía con ella. Su otra mano intentaba alcanzarla, en la confusión final. Ya en el aire, Lisa lo había soltado. Lo último que vería sería la silueta de él, recortada contra el cielo y las estrellas, pero eligió cerrar los ojos. El desenlace la encontró liviana.
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Editado: 14.10.2022