Dijiste Quererme (amores En Peligro)

Capítulo 47 La Captura

Habría querido huir hacia la playa, internarse entre las olas del mar, esperar a que la comitiva de hampones se alejara, regresar al viejo hospital, rescatar a Natalia para llevarla a un hospital de verdad donde le salvaran la vida y despertar de esa maldita pesadilla para por fin ser felices para siempre, lejos, en otra ciudad, en otro país, en otro mundo si es preciso, con el dinero del maletín y la camioneta, viviendo una vida distinta, y con la seguridad de que nadie, absolutamente nadie, de ahora en adelante, les hiciera más daño. Pero no lo hizo. Alberto no pudo despegar la planta de los pies de la arena en ese terrible momento en el que veía desde lejos como aquel grupo de hombres amenazaba la vida de Brenda. Así que prefirió tenerse que arriesgar para salvarle la vida. La silueta frente a ella le estaba apuntando a las entrañas con una pistola y bastaría que el tipo hiciera un solo movimiento de dedos para que su vida terminara ahí mismo. Alberto no podía hacer a un lado ese espíritu de caballero medieval, ese maldito orgullo de hombre que defiende a las mujeres, por el simple hecho de ser mujeres y él un hombre cabal, de los más cabales, ese orgullo que ahora maldecía, porque cualquier otro hombre con un corazón rencoroso la dejaría ahí abandonada, a merced de la crueldad de esos tipos justificando, su cobardía diciéndose a si mismo que ella se lo merecía por haber sido infiel, que así era como terminaban las mujeres que engañaban a los hombres, que era digna de irse al infierno, que ese era su lugar y morir de esa forma tan horrible era el precio que tenía que pagar por sus malas acciones, que si había un infierno, allá lo esperara, pero que por lo pronto se tenía que ir ella primero. Pero Alberto no era de ese corazón duro. No podría quedar como un cobarde de la vida. Y no era que Brenda le importara como antes, sino que no podía dejarla abandonada a su suerte, a que muriera sola, acribillada, con el estómago abierto como una maleta desordenada. No, definitivamente, ella no se lo merecía. Así que estúpidamente se les enfrentó.

Primero les gritó que la dejaran en paz, que al que querían era a él, que él había sido el causante de todo, les dijo que él había chocado a propósito el auto lujoso de la maldita Nereida, que él también se había burlado de ellos y que les había robado la camioneta y el maletín con los millones de pesos en su interior. Que él y solo él era el culpable de todo lo que estaba ocurriendo, que el resto de sus amigos eran inocentes, que ella, Brenda, la mujer que tenían maniatada, no tenía nada que ver con el asunto, que ella era su exnovia y que había tenido la mala suerte de aparecer de nuevo en su vida y terminó involucrándose sin saber lo que ocurría, que ella no entendía nada de lo que estaba pasando, que ella solo lo amaba y quería que la perdonara para que volvieran a estar juntos y casarse, pero que ahora ella debía comprender que eso ya no era posible, no solo porque lo había traicionado, sino porque su vida estaba corriendo peligro y no merecía que la estuvieran tratando como lo estaban haciendo, que mejor era que la dejaran libre para que pudiera volver a su casa, con sus padres, con su marido, con ese hombre al que había elegido para casarse, con el que le había puesto los cuernos, por el que lo había cambiado, que a pesar de eso ella tenía derecho a vivir y a olvidarse de este asunto, porque ella era inocente. Alberto no quiso mencionar que era por Brenda que él había estrellado el auto de Nereida el día que ella se había casado con otro hombre, que era Brenda, quien sin quererlo ni pretenderlo, había comenzado todo este lio.

Lo que si agregó fue que a cambio del dichoso maletín le entregaran a la chica sana y salva.

Estaba gritándoles todo eso, cuando del interior del viejo hospital salieron los dos hombres que, encapuchados y armados hasta los dientes, habían llegado a la azotea, y se habían quedado rodando de aquí para allá por todo el techo en una lucha a muerte con Pablo y Ramón, junto a los otros dos más que habían muerto por las balas que disparara Natalia. Uno de estos tipos empujaba a Pablo con las manos atadas, solo a Pablo. El otro arrastraba un cuerpo flácido y probablemente sin vida, el de Jorge. Alberto sintió pena por Jorge, pensó en él. Lo habían obligado a ser carnada, y en el último instante quiso advertirle y salvarse. Pero falló. Ahora estaba muerto o eso parecía.

¿y Ramón?

- Acércate. – gritó uno de los hombres.

- Suelten las armas. – respondió Alberto, sin moverse un solo paso.

Los hombres, quienes cubrían sus rostros con capuchas, dialogaron entre sí.

- Entrégate a cambio de la vida de tus amigos, en un 2 por 1. – volvió a gritar el mismo encapuchado.

Una sensación de angustia y de pánico se apoderó de Alberto. Comprendió que, si había algo de honestidad en aquella negociación, era que respetaran el trato; su vida por la de Brenda y de Pablo. Y si no la habría, los matarían a los tres. ¿Iba a valer la pena la osadía de entregarse? ¿Y si los tipos no respetaban el trato y de todas formas asesinaban a Pablo y a Brenda? Indudablemente, valía la pena entregarse para que ellos vivieran, de ser que ellos respetaran sus vidas y los dejaran en libertad, pero ¿qué pasaría con Natalia? Nadie podría salvarla. Moriría. Además, ¿qué había pasado con Ramón? ¿Estaba muerto?

A Alberto se le estaba derritiendo la frente en extensas gotas de sudor, pese a que la temperatura en ese lugar era muy baja y el viento soplaba con fuerza.

¿Podía confiar en la palabra de esos hombres? ¿Cómo haría para negociar la vida de sus amigos a cambio del maletín del dinero, si el dichoso maletín se había quedado en la azotea? Debía pensar en algo que salvara la vida de los tres, pero debía hacerlo pronto.




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