Dime "¡sí!"

CAPÍTULO 6. En el pueblo

CAPÍTULO 6. En el pueblo

Desde la montaña donde Martusei nos dejó, descendía una pradera soleada y florida, salpicada aquí y allá por islotes de arbustos y árboles bajos. Estábamos justo en el límite del Valle de las Sombras, con las montañas-barrera elevándose a nuestras espaldas. Caminábamos sin un rumbo claro, guiándonos por las casitas dispersas en las laderas de las colinas, que desde la distancia parecían cuentas sueltas de un collar, descendiendo poco a poco hacia un río y formando, al fin, una pequeña aldea.

Era mediodía. El sol ardía implacable y, con las capas y máscaras, el calor se volvía sofocante. Pero no nos atrevimos a quitárnoslas.

Yo observaba con asombro las plantas bajo mis pies, porque no solo nunca las había visto, sino que tampoco había leído ni oído hablar de ellas. Barmuto caminaba en silencio, girándose de vez en cuando hacia mí, porque mis pasos se volvían cada vez más lentos, cautivada por la belleza y rareza de las flores y hierbas de montaña. Llegamos a unos arbustos bajos que ofrecían algo de sombra ante el sol abrasador, y decidimos descansar un poco, almorzar y pensar qué hacer después.

—¡No me digas que viste eso! —exclamé emocionada, señalando unas altas flores rosadas que se mecían con el viento. Cubrían casi toda la pradera.— ¡Las flores de esas inflorescencias son antropomórficas, parecen personitas! ¡Tienen ojos, nariz, brazos, cuerpo y piernas! ¡Estoy fascinada! ¡Nunca vi algo así! ¡Y mira aquella! ¡Parece un cuenco en lugar de una flor! ¡Dentro hay algo que parece un molinillo o una pequeña bailarina! ¡O parece un reloj! ¡Sí, eso, un reloj! ¡Qué maravilla!

Barmuto murmuró algo ininteligible, bebió un sorbo de su cantimplora (se giró para levantar la máscara, lo que me dolió en el alma), y luego dijo:

—Sabes, Marta, ahora entiendo por qué Orest se enamoró de ti. Eres sincera, espontánea, amable y alegre. Fuerte cuando se necesita, y débil cuando hace falta. Estar en peligro mortal y aun así asombrarte por la belleza de las flores... eso es tan tú.

Sentí que sonreía bajo la máscara, así que le guiñé un ojo y dije:

—Yo enfrento los problemas cuando aparecen y me impiden vivir o protegen a los míos. El resto del tiempo, disfruto de la vida.

Tras charlar un poco más de esto y aquello, nos pusimos de pie y seguimos caminando.

Las distancias en las montañas son muy engañosas. Llegamos a la aldea ya al atardecer. Decidimos que hablaría Barmuto y que yo guardaría silencio. Luego veríamos qué hacer.

El pueblo era pequeño. Las casas, en su mayoría humildes, pero bien cuidadas, con patios barridos, flores bajo las ventanas y un pozo en cada terreno. No se veía a nadie, como si el lugar estuviera desierto. Los perros ladraban con fuerza, se escuchaba el mugido de las vacas y el balido de ovejas. Recordé que también habíamos visto grandes rebaños en la pradera, aunque sin pastores a la vista.

Recorrimos una calle larga, atentos a todo. Barmuto tenía la mano sobre su cuchillo de caza, que colgaba de su cinturón. Yo intenté invocar mi magia, pero no lo logré. Quizás por la presencia cercana del maronio (había minas no muy lejos), o simplemente porque aún era una maga inexperta (lo más probable).

La ausencia de personas nos puso en alerta, pero pronto descubrimos la razón. Al llegar a la plaza central del pueblo, nos detuvimos en seco.
Porque, en verdad, había algo que mirar...



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En el texto hay: verdadero amor, magia, aventuras

Editado: 19.05.2025

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