Estaba lloviendo.
Era la primera vez que el clima se sincronizaba con el humor de Suéh.
Era el primer indicio de que las cosas dejarían de ir bien.
Era la señal de inicio, el punto en que ninguno podría dar marcha atrás y evitar su destino.
Loryen le preguntó si estaba lista para partir, ambos ya empapados y eso que apenas habían pasado dos minutos desde que recogieron el campamento y uno cuando el cielo descargó su agua sobre ellos.
No le contestó. No de forma inmediata, como había hecho desde que lo conoció; tampoco lo miró, porque creyó que si lo hacía eso le haría pensar que se encontraba bien. Nada iba bien.
Suéh era consciente de que estaba enojada, por no saber las verdaderas condiciones que conllevaba esa misión y ni siquiera conocer el mundo en el que llevaba veintiún años viviendo. Pero por alguna razón no podía dirigir su molestia a Loryen; no era la primera vez que la pasaba, pero si la ocasión en que se daba cuenta.
Como no sabía que la sombra de Loryen le impedía odiarlo o siquiera tener una conducta negativa hacia él, crecía su confusión y su furia (que ella creía sin fundamento).
—¿Con esta lluvia? —le dijo después de medio minuto, quería hacer notar su enfado, pero el tono tranquilo de su voz le quitó fuerza a su intención.
—Si nos detenemos por la lluvia, tendríamos que pasar al menos un mes sin movernos ni cien metros.
Suéh lo ignoró y Loryen se alejó. Acarició la crin de su yegua, cuando le quitó el cuero en dónde le servía su ración de cebada y avena se sintió más frustrada. Los últimos días había tenido que darle menos alimento, le preocupaba lo rápido que se acababa.
Cuando partieron no pensaron demasiado en sus necesidades básicas, cargaron más armas de las necesarias y, en definitiva, ni siquiera se les cruzó por la cabeza qué pasaría con los animales si en algún punto no podían avanzar con ellos. Ahora, una de las primeras repercusiones fue que se tuvieran que disputar el maíz, la avena y la cebada de los caballos; si de por sí existía tensión entre algunos, las causas de pelea iban siendo cada vez más tontas.
Al menos a la mula la dejaban comer hierbas y raíces, así que no les preocupaba. Ellos podían cazar animales o buscar fruta, casi siempre, por lo que tampoco tenían tanto problema con ello.
Kena se acercó con su caballo, un animal fuerte y de pelo blanco moteado de gris, el más llamativo junto al de Loryen, solo que el de él era negro.
—¿Todo está bien? —le preguntó a Suéh— Has tenido una expresión de molestia toda la mañana.
Suéh pensó otra vez en lo que ahora sabía, ¿sería correcto contárselo a alguien antes de que Loryen lo hiciera? De cualquier forma, no sabía por dónde empezar a contar algo así.
La noche anterior Loryen le había revelado cosas acerca de los dioses, pero no eran para nada lo que ella siempre imaginó. Aknuz, a quien pertenecía su legado, no era en absoluto un dios al que admirar; aunque ahora no estaba segura de que quisiera a ninguno de ellos.
—Bueno, es que no me gusta la lluvia.
Era mitad mentira, lo cierto es que no le gustaba ir mojada, sobretodo porque así atraía a más mosquitos de los que de por sí ya había. Había decidido que no tenía el tacto o habilidad suficiente para relatar la verdadera naturaleza de todo lo que estaba sucediendo y las posibles consecuencias de su viaje.
—¿Es solo eso?
—Sí —le sonrió para reforzar su afirmación, en otra situación Kena habría quedado convencida.
—Entonces no tiene que ver con el hecho de que nos mintieran y le oculten a todo el mundo que sus dioses son unos salvajes a los que ni siquiera les importamos.
Suéh entendió que no era la única que había escuchado las palabras de Loryen anoche.
—¿Dónde escuchaste eso?
No planeaba defender la mentira de la Alianza, pero no había forma de que los oyeran a menos que los estuvieran vigilando. ¿Kena tendría una mala intención?
—Como tardaste en ir a dormir salí a buscarte, no estabas fuera del campamento así que me asomé en las tiendas, cuando iba a entrar a la de él escuché sus voces —Kena volteó con discreción hacia los lados, ninguno de sus compañeros estaba cerca como para escuchar lo que ella estaba a punto de revelar—. Pero no es la primera vez que escucho algo raro salir de la boca de Loryen. Pouhl…
Se interrumpió, en parte por la tristeza del recuerdo y porque aún no estaba segura de que Suéh fuera alguien en quién confiar. Además, si era cierto lo que escuchó una noche atrás de que había más de uno ahí que no quería que se cumpliera la profecía podía ser cualquiera, incluída Suéh. Debatió lo más rápido que pudo con una voz interna que siempre le gritaba «no confíes en nadie», esa parte insegura que creció cuando se enteró que Pouhl no la amaba como siempre había creído. Después decidió ignorar su disertación cuando la joven frente a ella le dedicó una sonrisa, no de lástima como la que sentía en el rostro de los demás o como aquella con la que Pouhl se despidió; sino una que decía «no te preocupes, tú puedes superarlo, soy alguien de confianza y somos amigas», todo eso a la vez. Con ese simple gesto en medio de un mundo que se iba a pique, nació una amistad trascendental.