Distimia

CAPITULO DOCE.

La mano gentil de Solian tomó la mía para ayudarme a bajar de la camioneta.

Hacía apenas una semana que le había aceptado aquella dichosa cita, desde entonces, los fastidios en el instituto no habían hecho más que multiplicarse.

Molestias que, sin embargo, ahora recibía casi con gratitud. Aunque aún no me decidía a demostrarlo del todo. No estaba cien por ciento segura de que esto sería una buena idea, pero decidí seguir los consejos de mi mejor amiga.

Al fin y al cabo, lo más probable es que me espere un acantilado… y no tenga más remedio que lanzarme por él.

—¿Estás bien? ¿Qué tal el viaje? —preguntó Solian mientras mis pies tocaban el pavimento.

—Bien. Tampoco es que hubiésemos cruzado hasta la otra punta de Filadelfia —intentando bromear, sentí el aire frío acariciando mi rostro.

Una mezcla de nervios y algo parecido a la emoción, me recorría de pies a cabeza.

—Quizás, ¿Por qué no? —replicó él, con ese tono enigmático que tan bien sabía usar.

Fruncí el ceño, aunque no pude evitar sonreír. No creía del todo que planease hacerme recorrer Filadelfia entera, pero su entusiasmo era contagioso.

—¿Y bien? ¿Dónde se supone que estamos? —él seguía guiando mis pasos sin soltar mi mano. Como era de esperarse, no me permitió traer el bastón—. Mira que, si no preparaste algo increíblemente romántico, Gloria te matará con sus propias manos. Texto citado y recitado, de manera exacta con sus propias palabras.

Solian rió, su risa —cálida, sincera— me hizo sentir algo más tranquila.

—Le creo. Aunque no sé si Gloria y yo compartimos la misma idea de lo que significa la palabra romántico.

—¿Eso qué quiere decir?

—¿Recuerdas aquella tarde en Rittenhouse? Cuando te dije que, si me lo permitías, te llevaría a conocer el resto del mundo.

Claro que lo recordaba. Aquella tarde, después de clases, cuando salimos a tomar un helado a pesar del frío, y a caminar bajo los árboles.

Mell y Aimy se habían enfrascado en una absurda competencia para ver a quién se le congelaba primero el cerebro, y yo, en voz alta, sin pensarlo demasiado, comenté que Aimy lo tenía congelado desde el nacimiento.

Nadie ganó, aunque Aimy sí estuvo a punto de romperse la nariz de no haber sido por Solian y Apio que lo ayudaron a recomponerse. Mell y yo reímos durante media hora. Aimy siempre se burlaba de nosotros; por una vez, el blanco había sido él.

Por, sobre todo, recordaba aquellas palabras de Solian. Esa promesa, si yo decidía decir que sí.

Aquel día había sido especial, como tantos otros, en gran parte, por él. Sus palabras me arrancaron una sonrisa que, aunque no se notó por fuera, sí se dibujó muy dentro de mí.

—Por supuesto que lo recuerdo. Supongo que Aimy también, debe estremecerse cada vez que lo hace.

Solian rió de nuevo.

—Eso fue muy divertido. Cuidado aquí —advirtió, y sin previo aviso, me alzó en brazos.

Solté un pequeño grito, más por sorpresa que por miedo.

Conociéndolo, el muro no debía ser tan alto… pero con lo exagerado que era.

Le di dos golpes en el hombro, a modo de advertencia. No lo hice con fuerza, aunque sí con determinación. Sentía el rostro encendido. Por el bullicio que nos rodeaba, supe que estábamos en plena avenida.

—¡Bájame! —protesté, mientras él no hacía más que reír.

—Te salvé, y así me pagas.

Resoplé, sintiendo una tensión cálida en el pecho. No sabía si era por la vergüenza… o por lo que él me hacía sentir.

—La próxima te rompo la nariz.

—Eso no te lo crees ni tú.

Cruzamos la avenida. Iba algo nerviosa; no estaba acostumbrada a salir sin mi bastón, y los cláxones no ayudaban. Cada bocina me sobresaltaba un poco, mis pasos eran torpes, contenidos. No obstante, su mano seguía ahí, firme, acompañándome.

Finalmente, llegamos al lugar que él había planeado.

—Este sitio debería ser declarado patrimonio cultural, no solo por la Declaración de Independencia, sino porque fue lo que me inspiró —explicó Solian—. Fue de aquí donde reuní el valor para acercarme a ti.

Elevó nuestras manos entrelazadas. Estaba detrás de mí, a una distancia prudente, pero lo bastante cerca para que su presencia se sintiera palpable. Un aroma familiar me envolvió, por un instante me sentí protegida.

El lugar no estaba vacío, tampoco lleno. Eran pasadas las cinco; el sol comenzaba a retirarse, su luz tibia acariciaba mi rostro. El abrigo de felpa me rozaba la barbilla, y entonces, algo gélido se estrelló contra mi palma.

Era metal. Lo reconocí por su textura rugosa, por la curva que recorrí con la yema de los dedos.

Estábamos frente a la Campana de la Libertad.

Una risa breve se me escapó, ahogada, mientras apretaba un poco más la mano sobre el bronce… para luego retirarla de inmediato, como si hubiera tocado fuego.

Tocar la campana no estaba permitido. Podían prohibirte la entrada por ello.



#3147 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 01.07.2025

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