Hirzelia era el nombre al que respondían aquellos terrenos; una enorme extensión de tierra que atendía al título de ciudad. Escasas eran sin embargo las personas allí anidaban, pues difícil e costosa era la tarea de conseguir terrenos agradables donde una familia pudiese vivir en tranquilidad. La razón de esto era que, debido a la disponibilidad de las distintas rutas mercantes que cruzaban la zona, aquel era un punto de interés muy valioso para el comercio. Por lo tanto, incluso si sus habitantes se presumían entre las cien y doscientas personas, la cantidad que diariamente recorría sus calles podía superar las quinientas y hasta seiscientas.
Las casas eran moldeadas a imagen de negocios y tiendas, cuyas veredas estaban a su vez repletas por manteles llenos de productos y vendedores dispuestos a ofrecerlos. Incluso las esquinas y callejones eran ocupados por mercenarios y trabajadores de índole sexual, quienes solo deseaban tomar una parte del enorme capital que entre manos viajaba. Comida, bebida, armas, armaduras, herramientas, monturas, mascotas; todo lo que uno pudiese imaginar se encontraba a disposición del regateo. Y en cuanto a interesados, pues como se pueden imaginar, de esos había a reventar.
Fue por dichos caminos que el dueto de guerreros surcó en búsqueda de saciar su necesidad. El espaciado príncipe encabezó el camino a través de la multitud. Su mirada se perdía en los aparatosos escaparates y la engañosa amabilidad de los vendedores que no dejaban de ofrecer sus bienes. Detrás suyo estaba la reina, quien a diferencia de su enamorado, pasaba totalmente de otorgarle un mínimo de atención a dichos oportunistas. A falta de algo mejor, esta última cubría sus pieles con el modesto vestido de bodas de la difunta granjera; que, aunque un poco holgado debido a los dotes de tu cuerpo, lograba proteger su intimidad sin ningún problema.
—Tiempo ha pasado desde la última vez que pude caminar por las calles sin que la gente huyese en pánico —señaló la joven.
—Me figuro que se debe a tus vestimentas. Sin tus armaduras, la sangre que recubría tu piel, ni el aura de terror que a tu alrededor se cernía, dudo mucho que alguien pueda reconocerte a primera mano.
—Ignoro el cómo debería hacerme sentir tal hecho —bufó con desgane—. Admito, sin embargo, que es un cambio agradable. Había olvidado lo que era el ser vista como una don nadie. Debo decir que es algo relajante.
De todas formas, aunque sus identidades no fuesen reconocibles a ojos de los ciudadanos, sí es verdad que su mera presencia causaba cierta incertidumbre entre ellos. Difícil era no posar la mirada sobre individuos de aspecto tan inusual. Claro estaba por sus facciones y gestos que sus orígenes no eran los nobles campos de una granja. Dos grupos se dividían entre quienes no deseaban entablar conversación alguna con ellos; quienes escaseaban en interés por su llegada, y quienes dudan ante la idea ofrecerles palabra alguna.
—Mi querido Adam —prorrogó la solemne Reina—, aún no me has comentado sobre tu plan. ¿De qué manera pretendes conseguir prendas para mi persona? Porque hasta donde yo veo, quienes reciben bienes de los vendedores lo hacen a cambio de monedas u objetos valiosos, y ninguno de ellos se encuentra en nuestro poder.
—Nuestro interés no está en el punto mercantil —refutó con una sonrisa confiada—. Verás, debido a las altas influencias de la guerra en nuestra tierra, una buena parte de los pueblos han tomado la decisión de instalar puntos de caridad para las divisiones errantes. Yo no pertenezco a división alguna, pero valiéndome de la astucia he aprendido a convencer a los encargados de dichos puestos. Te aseguro por tanto, que de poseer uno, cosa de la que estoy seguro, tenemos aseguradas tus nuevas y mejores vestimentas.
Elsa le observó con suspicacia unos instantes. Una idea parecía haber surgido en su mente, una corazonada de que aquel muchacho no le estaba siendo del todo sincero con ella.
—Oh, es eso entonces… ¿Y te molestaría explicarme qué es lo que hacías cuando no lograbas convencer a los encargados? Pues por muy buen comerciante que seas, querido Adam, dudo mucho que todos fuese a aceptar tus peticiones.
—Pues es bastante simple. Cuando no lograba conseguir nada… me… eh… me apartaba del sitio y ya. ¿Qué más podría hacer?
La mirada del Rey se deslizó hacia la izquierda de un momento a otro. Fue un movimiento rápido, casi imperceptible y probablemente inconsciente, pero Elsa logró divisarlo. En respuesta a ello, Elsa se detuvo en su sitio y cruzándose brazos le observó demandante.
—Tratas de engañar a la persona que mejor te conoce. ¿Cuál ha sido la ocasión en que eso te ha funcionado?
De la misma forma, el Rey detuvo su andar. Su mano se elevó hasta su nuca y sus dedos acariciaron rascaron su cabeza con cierto aire de incomodidad. Buscó entonces las palabras con las cuales salir de su aprieto, mas al no encontrarlas no tuvo de otra que actuar con la verdad.
—Está bien, lo admito… He caído en el delito del robo, ¿pero qué mal hay en hurtar por necesidad? —le observó con aires de inseguridad—. No lo hice con la intención de enriquecerme ni mucho menos de perjudicar a nadie, y hasta sé reconocer la maldad en el acto.
Ante tanto, la reina elevó una mueca burlona mientras caminaba junto a él.
—Bueno, eso sí es algo que desconocía. Sin embargo, no soy yo quien viene a juzgarte, mi querido. Solo disfruto el ver el nerviosismo en tus ojos, es algo bastante entretenido para serte sincera; te ves adorable.
Ese gesto le dejó helado; fue una sorpresa agradable, pero sin duda inesperada. Sin siquiera darse cuenta, su rostro formó la sonrió como idiota mientras trataba de encontrar las palabras para responder. El astuto Rey había sido superado una vez más por la mujer de su vida, y más que sentirse como una derrota, él se alegró de ver por fin una chispa de relajo en ella.
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Editado: 31.07.2023