CAPÍTULO 2
DOMINICK HARPER
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© Ahora bien, cuando Howard dejó de emitir los escasos gemidos ahogados, secó sus lágrimas con esos grandes dedos que tenía, pues sus manos eran fuertes y enormes, fuera de lo común en los seres humanos.
Y es que un hombre como él, de esa gran altura y de cabeza grande con rasgos toscos en su rostro y esa voz tan grave que tenía, ciertamente intimidaba a muchos, y más a los que conocían su feo carácter (que muchas veces era un borracho desaseado y de larga cabellera). El nunca iba con una sonrisa en su rostro cuando andaba en la calle. Y rara vez podía sonreír, aunque ciertamente no lo hacía mucho.
Los niños que vivían en la zona mayormente empobrecida, y que en un momento de sus vidas se habían cruzado anteriormente en su camino: le temían; y a bajas voces le decían el gigante irlandés. No era de sorprender que los pequeños lo llamasen algunas veces a sus espaldas de una manera grotesca: «la bestia. Y si que lo era muchas veces.
Entonces, el padrastro dirigió la atención en el niño con esa mirada profunda e intimidante. —Dominick —le llamó con esa voz grave y con ese acostumbrado perfil seco que tenía—, tu madre te llama.
El pequeño se levantó de la silla tan pronto escuchó su llamado, y dio unos cuantos pasos vacilantes y con los nervios de punta. Entonces titubeó para entrar, quedándose inmóvil sin poder dar un paso más. Pensó que al haber visto gemir a su padrastro, notó con claridad, que el inevitable fin de su querida madre se había acercado. Sentía tanto temor de ver extinguirse la vida del ser que era su mundo entero.
—Anda, ¿qué esperas? Entra ya —le ordenó su padrastro en tono impaciente. Pero enseguida el recapacitó y recobró la calma—. ¿No te das cuenta de que tu madre se está muriendo? —Sus manos le temblaban por la falta de alcohol, y por otro lado, conteniendo su mal carácter, pues la abstinencia lo hacía un ser irritable, una bestia.
Luego de aquellas palabras, el pequeño se armó de valor y cruzó la puerta con el corazón palpitante.
Al entrar, Howard le cerró la puerta.
El semblante de Dominick se apagó mucho más al verla tendida en la cama, demasiada pálida y respirando con cierta dificultad. Para él era desgarrador ver a su madre así, enferma y enflaquecida, cansada por su tormento. ¡Cuánto se le comprimía el corazón por el dolor que le causaba esa desagradable visión!
La mujer dejó escapar un fuerte gemido a causa de dolor que no la dejaba en paz.
Al oírla, Dominick experimentó una vez más una aguda punzada en su pecho.
—¿Mamá? —dijo Dominick con voz temblorosa, cuya luz de las velas sumía la mitad de su rostro en las sombras.
Al escuchar la voz de su amado hijo, Erinn abrió con lentitud los ojos; y tuvo un leve destello alegre en su mirada por la grata presencia de su único hijo. Entonces ella le sonrió con ligereza.
—Mi pequeño Dominick, mi amado hijo... anda, acércate —le llamó ella dulcemente.
El jovencito, que veía con compasión a su madre, se acercó con premura hacía ella, abatido. Y un par de lágrimas ya se escapaban entre sus mejillas rojizas.
Erinn, al tenerlo tan cerca, alzó el brazo y posó la mano con cariño en su notable mejilla colorada.
—Dominick, mi precioso hijo, cuánto siento que tengas que sufrir por mi causa —dijo ella, con aquella permanente voz apagada que tenía desde su dura agonía.
—Es solo que me duele verte así, mamá —dijo con una voz que había sonado en un desaliento tan profundo en él—. Desearía tanto que estuvieras saludable... poder verte sonreír, tal como lo hacías antes, y además, escucharte reír.
Pero ella le dijo:
—Mi pequeño, de corazón noble... no te preocupes, este mal pronto me dejará en paz al fin. Ya no tendrás que verme sufrir de esta triste manera. —Un profundo silencio siguió a sus palabras.
—¡Pero yo no quiero que te mueras, mamá! —soltó diciendo Dominick con fuerza, para romper aquel incómodo silencio.
Al haberlo escuchado y resignada a su muerte, los ojos de Erinn se anegaron de lágrimas, hasta el punto de hacerlos brillar.
—Es inevitable... —dijo ella; y para tranquilizarlo, añadió con serenidad—: Pero trata de estar tranquilo. Mira que no le tengo miedo a la muerte; será solo como un sueño profundo. Pero hay una maravillosa esperanza de la resurrección y lo sabes. Y cuando eso suceda... Dios nos promete ponernos a salvo bajo su Reino en un paraíso; y desde entonces... las cosas serán diferentes; espero volverte a ver allí algún día.
—Y allí estaré contigo ese día, mamá... y será para siempre como Dios quiere que sea.
Apenas ella le sonrió cuando su semblante cambió repentinamente a un estado de preocupación.
—Oh mi querido hijo, ahora temo dejarte solo con un destino incierto... sin nadie más que te cuide y realmente te ame como yo.
—¿Qué clase de destino, mamá? —preguntó él.
—De que estarás solo al lado de un hombre con adicción al alcohol. —Fue su respuesta: cruda e inesperada, con esa sombra de tristeza en sus ojos.
Los ojos de Dominick se entrecerraron con incertidumbre al oír aquello.
Y ella continuó diciendo con cierta angustia en su voz:
—No sé qué te deparará la vida a su lado; no quiero que nada malo te suceda.
Dominick hizo una pausa para recuperar su aliento. Entonces enderezó los hombros y alineó la cabeza para responder con algo de ánimo.
—No te angusties por eso mamá, sabré cuidarme muy bien. Además, Howard no ha sido tan mala persona; creo que en el fondo de su corazón existe algo bueno, no se atrevería hacerme más daño aparte de sus insultos y jaloneos. Siento que el hombre bueno que fue al principio con nosotros... volverá algún día mamá, volverá —dijo Dominick, esperanzado.
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Editado: 24.01.2022