Dónde Habitan Los Ángeles - Claudia Celis

Capítulo 3 - El Charco Del Ingenio

Teníamos una semana de haber llegado a San Miguel y todos mis primos ya habían recibido llamadas de sus papás, menos yo.

“Tía, ¿No me ha hablado mi mamá?”

Le pregunté sabiendo de antemano la respuesta, ya que yo había estado muy al pendiente del teléfono; es más, yo había contestado todas las Ilamadas de mis primos.

“No, mi niño, no te ha hablado.”

Me contestó.

Recapacitó un momento y luego agregó:

“Aunque te vaya decir que el teléfono ha estado muy mal; se han cortado varias llamadas, a lo mejor era ella…”

Mi decepción no se alivió con la suposición de mi tía; ella seguramente lo notó, ya que me abrazó y me besó repetidamente en el pelo, luego, acomodándome el peinado con los dedos, me dijo:

“Pero no te preocupes, mi cielo, yo creo que no tarda en entrar su llamada. Vete tranquilo al paseo, si Ilama, yo te guardo el recado.”

Ese día mi tío nos iba a llevar al Charco del Ingenio.

Sólo a los chicos, pues no cabíamos todos en el coche.

Las grandes irían con mi tía Chabela a visitar a los García.

Teníamos que atravesar toda la ciudad para tomar la carretera que conduce al famoso ojo de agua.

Al llegar a la avenida principal, un agente de tránsito estaba marcando el alto, Lino no frenó pues esperaba la indicación de mi tío, y como no se la dio, pasamos como ráfaga junto al agente.

Casi nos lo llevamos de corbata.

Se puso a pitar como loco con su silbato, haciendo señas para que nos detuviéramos. Lino, mediante una orden de mi tío, frenó, y el agente llegó al coche muy agitado por la carrera.

“¿Qué se le ofrece, oficial?”

Preguntó mi tío desde su asiento.

“Se me ofrece infraccionarlos, señor, se pasaron el alto.”

“Disculpe, es que no lo vimos.”

Exclamó apenado.

“Y eso que dicen que la carne de burro no es transparente.”

Agregó.

El hombre enrojeció.

Temblando de coraje fue hacia la ventanilla del lado de mi tío.

Él la cerró rápidamente.

El agente tocó en el vidrio.

“¿Quién es?”

Preguntó mi tío.

El hombre seguía tocando y comenzó a resoplar.

Con cada resoplido sus cachetes se inflaban como si se hubiera tragado una bomba de aire.

Nosotros reíamos con ganas.

“Contrólense, niños, vaya abrir la ventanilla.”

Dijo mi tío.

Nos tapamos la boca para disimular.

El agente tocaba ahora con vehemencia y resoplaba inflando los cachetes de forma increíble, parecían estar a punto de reventar.

Mi tío bajó el vidrio.

“¡Ah, es usted!”

Dijo con gusto.

“Yo creí que era un vendedor de globos.”

Le dio unas palmaditas en los cachetes.

Se escuchó una carcajada.

Había sido Lino.

Nos dio aún más risa.

Mi tío se puso el dedo índice sobre la boca pidiendo silencio, pero la risa se había vuelto incontrolable.

El oficial sacó un bloc, escribió en varias hojas, las arrancó, se las dio de mal modo y le pidió la tarjeta de circulación.

Mi tío la sacó de la cajuela, el agente se la arrebató y se alejó resoplando.

Mi tío revisó los papeles.

“A veces la diversión resulta demasiado cara.”

Comentó.

ĺbamos felices, comentando el incidente de los cachetes inflados, cuando mi tío preguntó:

“¿Volteó el letrero como le indiqué, Chuchín?”

“¡Sí, tío!”

Respondió Chucho con aire eficiente.

El letrero era uno que mi tío ponía en la puerta de su consultorio; por una cara decía:

"Consulta de 9 a 2" y por la otra, solamente: "No hay".

El ojo de agua del Charco del Ingenio está rodeado de pequeños arbustos y de nopaleras cuajadas de tunas.

En cuanto nos bajamos del coche, mi tío se dirigió a Lino:

“¡Bisturí!”

Rápidamente Lino lo sacó del maletín y se lo dio.

Instrumento en mano, mi tío se puso a cortar tunas, las peló y nos las repartió.

Mientras comíamos, él manoseaba las cáscaras.

“¡Tío! ¿Por qué hace eso?”

Le preguntamos sorprendidos.

“Pues, no están para saberlo.”

Nos dijo muy serio.

“Pero las tunas son mi fruta preferida... ¡Pero me hacen un daño! Así, me hago ilusiones de que comí muchas. ¡Muchas!”

Cuando sus manos parecían alfileteros, llamó a Lino:

“¡Pinzas de Kelly!

Lino voló hacia el maletín, sacó las pinzas y, vigorosamente, las colocó en la espinada mano extendida.

Pacientemente se quitó una por una.

Nosotros nos sentamos a observarlo.

Cuando por fin terminó, nos ordenó desvestimos.

“¡Yo no sé nadar!”

Dije enseguida.

“¡Yo tampoco!”

Chilló Caty.

“¿Ah, no?”

Se acercó amenazante, nosotros retrocedimos.

“¡Pues ahorita mismo van a aprender!”

Nos quitó la ropa.

Quedamos a su merced.

Desnudos parecíamos más pequeños.

Caty comenzó a llorar.

Con cada sollozo sus trencitas pelirrojas rebotaban en sus hombros, parecían resortes.

Yo apreté los labios con todas mis fuerzas.

Mi tío se agachó y nuestras caras quedaron a la misma altura.

“¿Y usted por qué no llora, Panchito?”

Me dijo.

“¡Hágalo de una vez, porque adentro del agua no va a poder hacerlo!”

“¡Buaaaa!”

Me solté.

Él se desvistió, quedando en calzoncillos, nos tomó de la mano y, antes de damos cuenta, ya estábamos en el agua.

“¡Lino, métase con los otros niños!”

Le gritó desde la orilla.

En veloz movimiento, Lino se quedó también en calzoncillos, se lanzó al agua y los llamó.

Agustín se desnudó por completo, Chucho se dejó los calzoncillos y Lucha y Lupita, el fondo.

Martha no se quiso desvestir, así que se metió con ropa.

Al principio, Caty y yo no nos soltábamos del cuello de mi tío, pero él, con mucha paciencia, poco a poco, nos enseñó a flotar y a deslizamos.

¡Ese día aprendimos a nadar!

Salimos del agua y, para secamos, ya que no llevábamos toallas o cosa que se le pareciera, nos tendimos al sol, lo mismo que la ropa de mis primos.



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En el texto hay: ficcion

Editado: 17.08.2024

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