Dónde Habitan Los Ángeles - Claudia Celis

Capítulo 34 - Alejandra

Todo en mi vida transcurría sin novedad hasta que me enamoré.

Era la muchacha más hermosa que había visto, aunque, cuando la analizaba objetivamente, reconocía que había otras más bonitas, pero en ella había algo que ninguna otra tenía.

Cuando me miraba sentía una descarga eléctrica.

Ella estudiaba Pedagogía, lo mismo que mi amigo Roque.

Un día que no tuve clases y lo acompañé a su salón, me senté en una butaca de alguien que seguramente había faltado, precisamente, al lado de ella.

¿De qué se trató la clase?, no lo sé; no puse atención a otra cosa que no fueran sus ojos negros, su perfil aguileño y sus larguísimas pestañas.

Cuando terminó la clase quise presentarme con ella, pero no me dio oportunidad; solamente me regaló media sonrisa y salió rápidamente del salón.

Roque se quedó sorprendido cuando vio que me alejaba a toda prisa sin despedirme de él.

No la alcancé.

Se había esfumado.

Pensé que tal vez había sido una alucinación, algo así como un ángel.

“Claro, Pancho.”

Me dije.

“¿Cómo crees que eso que viste puede ser real?”

¡Pero era real!

Lo comprobé al día siguiente.

Anduve merodeando por todos los salones de clase de pedagogía, hasta que la vi salir.

Le sonreí pero ella pareció no verme.

Se alejó a toda prisa y se subió en su destartalado carrito azul.

Hablé con Roque y le pedí ayuda.

“Alejandra es muy seria, Pancho; con nadie se lleva.”

Me dijo.

Pero no me di por vencido; al menos ya sabía su nombre.

Todos los días acudía a Pedagogía buscando la oportunidad de hablar con Alejandra.

“¡Alejandra, olvidaste tu libreta!”

Salió un muchacho corriendo tras ella.

“¡Yo se la llevo!”

Me ofrecí.

Ella se detuvo a esperar su libreta, su seriedad y su frío aire de indiferencia me hicieron temblar.

Le di la libreta, ella me la arrebató, murmuró un leve "gracias" y se subió al coche dando un sonoro portazo.

Yo me paralicé.

Empecé a asistir a todas las clases de Pedagogía.

Lógicamente, tuve un serio atraso en las mías; lo peor de todo era que no lograba llamar su atención.

Un día me armé de valor y la esperé durante horas recargado en su carrito.

“Alejandra, permíteme hablar contigo.”

Le dije cuando llegó.

La frialdad de su mirada me hizo sentir muy pequeño y mis piernas me llevaron hacia un lado del auto.

Ella abrió la portezuela y entró en él.

Algo dentro de mí se rebeló y me empujó hacia la ventanilla.

“¡Alejandra, por favor, déjame hablarte un momento!”

Mi mano tocaba en el vidrio.

Ante mi sorpresa, ella bajó el cristal y me dijo:

“Nos vemos en la tarde en el Bambi.”

Arrancó y se alejó.

¿Qué era el Bambi?

¿A qué hora de la tarde estaría alli Alejandra?

Hablé con Roque.

Afortunadamente, conocía la cafetería El Bambi y me dio todas las señas.

Llegué a las tres.

¿Qué hora sería para Alejandra "la tarde"?

Las siete.

Desde ese día supe que para Alejandra "la tarde" era a las siete.

No me tuve que presentar.

Sabía mi nombre y todo de mí.

“Debes ponerte al corriente en tus materias, Pancho.”

Fueron sus primeras palabras.

Yo estaba sin habla; mis manos temblaban visiblemente.

“No te comportes así de nervioso, que me contagias.”

Dijo después.

“Tengo miedo de perderte.”

Fue todo lo que pude decir.

Nos quedamos callados durante un buen rato.

Sólo mirándonos.

Nuestras manos se enlazaron y ella rompió el silencio:

“No temas, no me voy a alejar de ti."

Su voz me acariciaba...

“Aunque debiera.”

Dijo después.

‘¿Aunque debiera?’

No me quiso aclarar qué había querido decir.

Más tarde lo supe.

Estaba enferma, muy enferma.

Alejandra era una muchacha solitaria.

No tenía a nadie.

Sus padres habían muerto cuando era pequeña.

Hija única, había quedado al cuidado de su abuela materna, una buena y hermosa mujer que se dedicó a ella en cuerpo y alma hasta que murió.

Alejandra había heredado una magnífica casa, la cual, por las tardes, se convertía en escuela de regularización para estudiantes de primaria y secundaria.

Llenaba su vida estudiando y trabajando.

Con frecuencia me decía que mi familia y yo le habíamos dado una nueva y poderosa razón a su existencia, y siempre que lo decía cierta angustia se asomaba en su mirada.

“Debe ser porque la vida fue cruel con ella al arrebatarle a sus seres queridos cuando más los necesitaba; ahora que nos tiene a nosotros, inconscientemente, siente temor de perdemos.”

Me decía mi tío cuando le comentaba esta actitud de Alejandra que yo no comprendía.

Mi tía Chabela se convirtió en su amiga, su cómplice, su madre.

Todos los fines de semana Alejandra y yo veníamos a San Miguel y ellas disfrutaban mucho el estar juntas.

Mi tío decía que yo no había podido elegir mejor, que si a él le hubiera tocado el papel de ser el dictaminador mundial para elegir a la mujer superior, mi tía Chabela y Alejandra habrían empatado en el primer lugar.

Que mi tío opinara esto era cosa seria.

Yo me llenaba de gusto y hacía todo lo que estaba a mi alcance para tener contenta a Alejandra.

De repente, sin previo aviso, las cosas cambiaron.

Alejandra se empezó a desmejorar rápidamente y no pudo ocultar más su enfermedad.

Hasta que no lo vive uno en carne propia no se da uno cuenta de lo terrible y maligno que es el cáncer.

Nuestras vidas se transformaron por completo.

Mis tíos se trajeron a Alejandra a San Miguel para atenderla y luego nos mudamos junto con ella a su casa para estar cerca de las instituciones donde suministraban a Alejandra los bárbaros tratamientos que la dejaban aniquilada.

Vivimos momentos terribles que no puedo describir; sólo de recordar mi corazón se desgarra... seis meses después, Alejandra murió.



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En el texto hay: ficcion

Editado: 17.08.2024

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