LARS
Nunca pensé que iba a decir esto, pero la "música" que tocan mis alumnos está a punto de causarme una terrible jaqueca. No son malos, son pésimos. Gran parte de ellos sólo toman la clase extracurricular porque sus padres quieren que pasen menos tiempo en sus casas, y no los culpo. Dos tercios del grupo está compuesto por demonios de carne y hueso. Quizás se trata de mi karma por ser un desastre en mis tiempos de estudiante... los cuales llegaron a su fin hace cuatro años.
Regresar a mi preparatoria con el fin de impartir clases fue un golpe bajo para mi dignidad, muy bajo. Siempre vi a aquellos ex alumnos como fracasados que se habían quedado sin otra alternativa que les permitiera ganar centavos para comer. Irónico cómo me convertí en uno de ellos. Como dicen, me volví en lo que juré destruir.
Mamá me ha dicho miles de veces que es la mejor manera de aprovechar mi sueño frustrado de conseguir un trabajo en la industria musical. Seamos honestos, mis expectativas eran demasiado altas y era momento de poner los pies en la tierra para darme cuenta de que jamás sucedería. Podría guardar mis prácticas de entrevistas para la ducha, igual que mis conciertos espontáneos, aunque momentos como estos hacían que me preguntara por qué no decidí ser un aficionado del futbol; sería lo mejor para mis pobres oídos.
La chicharra suena, al fin. Mi aparato auditivo descansa en cuanto todos guardan sus instrumentos y salen disparados como si no hubiera un mañana, como si mi clase fuera así de mala. Me levanto de la silla de madera para tomar mi mochila desgastada y colgarla en mi hombro derecho. Usualmente tendría que esperar unos minutos para asegurarme de que nadie hubiera olvidado nada, mas el aula luce impecable como si se tratara de las siete de la mañana. Suspiro y apago las luces. Ha llegado el momento de ir a casa a hacer absolutamente nada, lo tenía bien merecido.
—¿Qué tal lo hice, profe? —la voz chillona de David Webster hace que la poca tranquilidad que estoy recuperando se esfume en un dos por tres. Sus destellantes ojos verdes me miran fijamente mientras sostiene el estuche de su violín—. No es por alardear pero creo que destaqué.
Se había convertido en costumbre que se me uniera para salir del plantel.
—Claro que lo hiciste —murmuro, y no miento. El pelirrojo es de los pocos que en realidad demuestran que quieren ser mejores que el día anterior. Me recuerda a mí cuando tenía su edad, cuando pensaba que éramos mi guitarra y yo contra el mundo—. Me atrevo a admitir que eres de las escasas razones por las que no pierdo las esperanzas.
—Creo que necesitan un empujoncito para encariñarse con la música —encoge los hombros—. La clase es buena pero puede llegar a ser igual de tediosa que matemáticas, sólo a los que nos apasiona nos gusta. No le vendría mal un pequeño cambio.
—¿Y qué sugieres que sea ese pequeño cambio? —tengo que inclinar mi cabeza hacia abajo para poder mirarle bien. Es una de las desventajas de ser exageradamente alto comparado con algunos estudiantes.
—Un concurso —no lo duda ni un microsegundo, lo que me hace creer que lleva tiempo pensando en ello—. La competencia sana siempre es una buena motivación.
—¿Cómo sabes que será sana?
El claxon del auto de su madre nos hace sobresaltar justo cuando ponemos un pie fuera de la escuela. David se da la media vuelta y comienza a caminar de espaldas.
—Ninguno de los dos podrá saberlo hasta que lo probemos —responde, sonriente. Su progenitora vuelve a tocar el claxon. El niño pone los ojos en blanco y resopla—. Piénsalo, no te arrepentirás —tercer claxonazo. Si se tratara de mi mamá, ya estaría aterrado—. ¡Hasta mañana, Lars!
—¡Hasta mañana, David! —exclamo, intentando aguantar la risa que me causa su cara de preocupación—. ¡Procura no tropezar!
Espero hasta que se suba al coche para ir a buscar el mío. Vivo a dos cuadras, mas me rehúso a ir de pie. Entre más rápido me aleje de aquel infierno, mejor. Así que me coloco el cinturón de seguridad, enciendo la radio para disfrutar de The Smashing Pumpkins y arranco. Mi rutina diaria siempre es exactamente la misma y me es imposible salir de mi zona de confort. Estoy bien así. Diría que de nada me quejo, pero estoy más que consciente de que quejarme forma parte de mi estilo de vida. Me convertí en un conformista, y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.
Llego a casa en cinco minutos para encontrarme con el volumen de la televisión exageradamente alto, eso significa que es la hora de mamá de descansar y que nadie debe interponerse. Cuando abro la puerta, puedo comprobarlo al verla sentada en el sofá. Luce tan entretenida, como si ella misma se encontrara dentro de lo que fuera que está viendo.
—Espero no arruinar tu cine en casa con mi presencia —bromeo, colocando mi chaqueta de mezclilla en el respaldo del sofá más cercano—. ¿Preparamos algo de comer u ordeno pizza?
—¡Qué gracioso, jirafita! —ríe, a pesar de que yo no le encuentro la gracia—. Prometiste que hoy iríamos a comer sushi. No me digas que lo olvidaste.
Mierda. Por supuesto que lo he olvidado, es tan típico de mí que seguramente ni sorprendida está.
—¡Era broma! —mi intento de encubrir mi pésima memoria falla. Puedo notar la decepción en sus ojos. Prefiere la honestad antes que las mentiras, aunque doliera—. Bien, tal vez sí lo hice. Pero eso no significa que no podamos ir después de que termines de ver tu película.