Donde mueren los atardeceres

CAPÍTULO IV: EL REGRESO

Me despertó el sonido del timbre.

Al abrir los ojos me di cuenta que estaba acurrucada contra la puerta, con el cuerpo entumecido y el alma en ruinas. El brazo derecho dormido, el cuello rígido, la cabeza punzante por haber dormido sobre el suelo frío. Pero lo más duro no era el dolor físico. Era esa sensación que no podía quitarme del pecho: él había estado aquí. En mi casa. En mi refugio.

El timbre volvió a sonar. Reuní las pocas fuerzas que me quedaban para levantarme. Sentía el cuerpo débil. No sabia que hora era ni por que alguien insistió en tocar el timbre cuando nadie, absolutamente nadie, debía notar mi ausencia. Ya de pie, un mareo me obligó a sostenerme de la pared. Llevaba días sin comer, apenas probaba bocado.

Cuando abrí la puerta del baño, me detuve. Miré a mi alrededor con cautela, escuchando. Todo parecía igual: mi habitación iluminada por el sol, la cocina en silencio. Me acerqué a la mirilla, con el corazón latiendo con fuerza.

Era Pilar. Su rostro lleno de preocupación contrastaba con la agitación que me recorría. Estaba a punto de volver a tocar el timbre. Abrí antes de que lo hiciera. No dije nada, solo me lance a sus brazos.

Al principio, su cuerpo se mantuvo firme, casi rígido. Pero luego me rodeo con ternura, con esa calidez que solo tienen las personas que han vivido mucho y han aprendido a sostener a otros sin hacer preguntas innecesarias.

—Ay, mi niña… murmuró en voz baja, acariciándome el cabello con lentitud–. Estás temblando. ¿Qué ha pasado?

No pude hablar. Solo me apreté más a ella, como si pudiera quedarme ahí para siempre. Quería desaparecer, convertirme en algo diminuto dentro de sus brazos, como cuando era pequeña y creía que los abrazos me podrían proteger del mundo exterior.

—Shh… tranquila, ya está. Estoy aquí. Vamos, entremos –dijo con esa voz dulce, cálida y serena.

Entramos y nos dirigimos al salón, me dejo caer con delicadeza en el sofá y se sentó a mi lado. Me observaba sin presión, con esa sabiduría de quien sabe que el silencio también es parte de una conversación.

—He cerrado la floristería. No iba a quedarme tranquila sin saber de ti. Ya son más de las tres, y no apareciste. Algo me decía que no estabas bien… y ya ves –hizo una pequeña pausa, sin juicio—. Aquí estás, con el alma hecha jirones.

Tragué saliva. Tenía los labios secos.

—Marina… ¿Puedes explicarme por qué ha vuelto? ¿Por qué ha vuelto Mateo después de tanto tiempo?

Su nombre, en voz alta, me congelo. Jamás se lo había dicho. Ni una sola vez. Nunca los había cruzado en la tienda, ni siquiera por accidente. ¿Cómo podía saberlo?

—¿Cómo sabes que se llama Mateo? —pregunte con un hilo de voz, temblorosa, como si acabara de descubrir que alguien había leído mi alma.

—Porque desde que empezaste a trabajar con nosotros, ni mi marido ni yo dejamos de notar al chico que se quedaba horas frente a la tienda, esperándote. Las veces que llegabas con los ojos hinchados de llorar tampoco pasaban desapercibidas —dijo suavemente, colocando una mano sobre la mía— Y la verdad es que el pueblo como ya sabes habla, Marina. No se les escapa ninguna.

Fue un golpe directo. Nunca imaginé que mi dolor fuera tan visible. Que incluso sin hablar, todo se supiera. Pero también un alivio que ella supiera qué no tenía que explicarle todo en ese momento. Llore. No dije nada más. Me acurruque en su regazo y deje que una vez más mi pasado me aplastara.

Lloré durante horas. O quizá solo minutos. Para mí en ese momento el tiempo se detuvo. Pilar no se movió en ningún momento, me acariciaba el cabello con terminar que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Era como el abrazo de una manta caliente tras una jornada de frío interminable.

Y puede que fuera el momento o simplemente el cansancio mental pero hablé.

—Mateo y yo estuvimos casi cinco años juntos. Al principio fue bonito, como todas las relaciones. Nos conocimos la noche de la graduación del instituto. Era amigo de unos compañeros de clase y recuerdo que junto a mis amigas estábamos creando un recuerdo para toda la vida. Después de una noche llena de música, risas y muchas fotos acabamos en la playa. Sentada en la arena esperando el amanecer, él se sentó a mi lado. —ese momento aún estaba muy claro en mis recuerdos, uno que jamás solté— Me dijo que le gustaba mi forma de ser, así… sin más. Y ese momento, el del amanecer… lo recuerdo como si fuera una película. Me enamoré de la idea de alguien que me miraba como si yo fuera especial.

—Y lo fuiste —dijo Pilar —. Lo sigues siendo. Solo que él no supo verlo sin destruirte.

Me incorporé lentamente, enfrentándome a su mirada paciente. Como si supiera que necesitaba contarlo. Que ya no podía callarlo más.

—Después de ese día no nos separamos. Todo era bonito, paseos, mensajes, risas tontas. Pensé que habíamos construido algo sano, algo de verdad. Pero al cumplir un año, cambió. Lo hizo muy despacio. Al principio, eran cosas pequeñas, comentarios sueltos. Decías que gastaba demasiado en tonterías, que era irresponsable, que no sabía organizar mi vida. Pero la realidad…—hice una pausa, tragándome la culpa — la realidad es que el que no trabaja era él. Yo lo mantenía. Todo lo que ganaba se lo gastaba. Entonces comenzó a desaparecer. Se iba días, no contestaba ni mandaba ningún mensaje. Yo no podía dormir y cuando empecé a trabajar contigo, todo lo que ganaba era para pagar este piso y cubrir todo lo que él se gastaba. Por eso pedía horas extra, por eso nunca decía que no. Tenía miedo de que me dejara… incluso después de haberme roto. Por eso aceptaba esos regalos, esas palabras bonitas como si eso compensará el vacío que me dejaba durante días.




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