Donde nacen los lirios

Capítulo uno: Un brote de determinación

De camino a casa le atravesó un pinchazo de molestia. No quería encontrarse con Sebastián, ni verlo si quiera. Mientras caminaba, a pocas cuadras de donde vivía, contempló las gotas que chispeaban a su alrededor, eran tan pequeñas que se asemejaban a un rocío suave y no alcanzaban a mojarla. Desde que llegó a la ciudad, tres años atrás, detestó su clima. Le fastidiaba que los rayos del sol fuesen tan ligeros como para batallar contra la constante humedad que parecía colarse en cualquier rincón. Odiaba la lluvia pero desde ese día adquirió otro sentido para ella. Amaba esa tarde de lluvia y cada que viera las gotas caer sobre la ciudad la recordaría. Adoraba todo lo que significaba.

Cuando llegó a la casa sacó su llave, recién adquirida, y se alegró de sus ventajas, por ejemplo poder entrar sin ser descubierta, la introdujo en la cerradura y empujó la puerta con cautela.

La enorme pantalla estaba apagada así supo que Sebastián no estaba. Su preocupación por encontrárselo se disipó en segundos y exhaló aliviada. Cuando él estaba en la casa siempre estaba postrado delante del aparato con el sonido a todo volumen, acostado en el sofá, fumando y riéndose como un tonto de los chistes de comediantes a los cuales era tan aficionado.

Se adentró en la casona. Lucía impecable, las baldosas obscuras del suelo reflejaban su imagen y una de las empleadas de servicio debió ocuparse de imponer un poco de limpieza y orden a la estrafalaria colección de objetos que más que adornar la sala se amontonaban en ella. No había ni una botella de licor ni copas regadas. La ausencia de Sebastián también contribuía a hacer el ambiente menos oprimente.

Sin embargo nada de eso le importó demasiado. Aún se sentía en una nube. El chico del cual estaba enamorada ahora era su amigo. Quería saltar, gritar, cantar. Había que ver que curiosa era la amistad, de qué forma surgió. Él le contó sus secretos y la había acompañado a la estación de autobuses, pensando que tomaría uno. ¿Qué podía ser más perfecto? Él le dijo que no tenía su auto, pero estaba segura de que si lo tuviera le habría ofrecido llevarla. Le habría gustado que le acompañara hasta su casa, pero luego él comentó que debía encontrarse con su novia. Esa fue la mancha que ensució su felicidad. Pero bueno, era mejor así. En tanto que pudiera seguir siendo su amiga e irse ganando un lugar en su corazón. Lento, muy lento pero a paso firme. Como la polilla que devora un libro, excavando poco a poco, hasta hacerse un hueco. Estaba determinada a que él viera lo agradable y simpática que ella podía llegar a ser e incluso a que la considerara como algo más, ¿Quién sabe? Las posibilidades le emocionaban de solo imaginarlas.

Mientras tanto era mejor que Keythan no supiera donde vivía y que no tuviera ningún tipo de contacto con Sebastián o con su madre, eso sería una vergüenza total y aún no estaba preparada para destapar esa parte deplorable de su vida. No quería que Keythan se espantara y la rehuyera como a la peste, no justo cuando apenas estaban comenzando a tomarse confianza. Sí él se enteraba de su suplicio diario lo primero que haría sería escapar de ella. ¿Para qué querría conseguirse problemas ajenos gratis? Mejor dejar las cosas como estaban.

Sintió una mirada sobre ella y al dirigir sus ojos al punto del cual provenía se encontró con la figura de su madre, sentada en uno de los lujosos sillones de cuero con las piernas cruzadas. Delante de ella, sobre la mesita de cristal de la sala, había un jarrón enorme lleno de rosas rojas que daba a la escena un aire ilusorio. Por un momento dudó que fuera real.

Ahí, en medio de la pintoresca sala decorada con infinidad de cuadros y figurillas, Elisa Bertolini parecía una escultura más. Una muñeca arrugada luciendo uno de sus escotados y sofisticados vestidos de seda. Menos mal iba vestida, pensó. Por lo regular cuando estaba alucinada ni le importaba andar por la casa con camisones de tela semi transparente. Decía que le hacía sentir libre.

Su cabello estaba perfectamente arreglado, como si acabara de salir de un salón de belleza, con suaves ondas que le otorgaban un semblante dulce y soñador. Sus parpados, maquillados con sombras en un efecto ahumado, resaltaban el tono azul de sus ojos e intensificaban su mirada. Su rostro, en conjunto, era como el de una actriz de cine antiguo. Hermoso y elegante, pero recubierto por los arañazos del tiempo.

Cualquiera que la viera así pensaría que era una mujer distinguida y sensata.

Menos ella.

Soltó un bufido, se despojó del suéter y lo colgó en el perchero junto a la puerta, quedando solo con su blusa de manga larga. No se esperaba era que su madre estuviese pendiente de su regreso. Lo más raro de todo era que lucía en sus cinco sentidos, lucida, sus ojos libres de esa niebla que los opacaba cuando estaba alterada por las sustancias que consumía.

—¿Dónde estabas?—La voz de Elisa prorrumpió imperiosa. La observaba con ojos entrecerrados, examinándola.

Megan tuvo ganas de reírse. En verdad no planeaba pelear con ella ni enfrascarse en una tonta discusión, pero el deseo de confrontarla hirvió en su interior. No debía. Quería que su felicidad permaneciera intacta pero la rabia desbocada se levantó en ella, como un hormiguero pisoteado del cual las hormigas corren alborotadas.



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En el texto hay: adolescente, romance, drama

Editado: 19.03.2019

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