Donde termina la vida

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SEIS:

De la nueva vida social de Anyaskiev

 

No había visto al joven Directivo desde su desayuno en la Casa de Té, y aunque éste había prometido hacer visitas pertinentes para mostrar sus respetos a la casa de su General, no habíase aparecido por la residencia de la avenida Lions. En cambio, otras personas sí habían aparecido en su vida cotidiana. En cada desayuno que precedieron a los cuatro días siguientes, una persona nueva les acompañaba.

Fue como un juego para la joven Anyaskiev pues, primero, era un encuentro orquestado un poco más tarde para poder descansar, dándole mejor espíritu para enfrentar al nuevo invitado a su mesa, que pronto se volvió la más popular de la Casa. Luego del encuentro, recapitulaba los sucesos desde los más divertidos y malévolos, hasta los más desagradables y que eran mejor echar al olvido. Al final de la tarde, sus rostros, o algún suceso de la mañana, era añadido a la colección de su trabajo.

Los personajes que le fueron introducidos, los pintó de la siguiente manera.

Primero fue la señorita Luois Marshall, presidenta de la Asociación de Familias de la Milicia de República. ¡Qué mujer! La viudez quedó reflejada en cada una de sus arrugas alrededor de sus ojos castaños profundos, la infertilidad y la cuarta década en los bosquejos de sus canas, su arraigada dignidad en la sonrisa discreta mientras contemplaba al soltero General. Dedicando lo que le quedaba de vida en ayudar a las familias de los bélicos, o soldados, a sobrellevar el ritmo de la guerra y compartir la incertidumbre del posible no regreso; eso, más todas las actividades benéficas para recaudar fondos.

—¿Formarás parte de nuestra Asociación, Aniaske? Tener a la hija del General sería un gran aporte a nuestra sección —inquirió, a lo que las cejas de Anya crujieron, más por la catastrófica forma de pronunciar su nombre que por la propuesta en sí.

—¡Pero claro que Anya formará parte! —intervino el General con prontitud, girando la joven, de mala gana, para tomar su taza de té, intentando evadir el comprometer su palabra a tal tema.

El señor Convertry de Southeast, que por un error de registro en su natalicio se le llamó con el nombre de la dirección donde su madre dio a luz. El distinguido caballero de cincuenta años era el presidente del Programa de Cultura y Educación de la ciudad de Los Cabos, y constantemente estaba buscando nuevos aportes a ésta “cultural” entidad. Esto quedó bien grabado en el tras del pincel que dio reflejo de luz a las gafas graduadas, y la mano en la pechera del saco, gesto de eterno respeto hacia el general.

—¿Tienes algún talento que puedas exponer, Anaski? Quizá canto, baile, o música… —exclamó, haciendo que su bigote engomado, ligeramente inclinado más del lado derecho que del izquierdo se balanceara en equidad.

—No, pero agradezco su ofrecimiento, señor Convertry. —Se apresuró a responder por el General, sabiendo éste que su talento con las acuarelas es algo de lo más íntimo para ella, algo en lo que ni él tiene palabra alguna.

—¿No? —Parecía confuso de verdad, como un cachorrito al que se le habla y ladea su cabeza, solo que el señor Convertry ladeaba su bigote—. Entonces, ¿qué hace usted?

—Mi talento, señor Convertry, radica en el antiguo arte de convertir el alimento en…

—Anya quiere decir —actuó con prontitud el General, las mejillas ruborizadas, fulminándole con una mirada ceniza, por fortuna su invitado era de lento entender—, que intentará buscar algo que aportar a la sociedad de la ciudad. Si no le molesta, me encantaría que se enviara a nuestra nueva residencia un boletín informativo con las activid…

—¡Oh!, pero claro que sí —se apresuró a decir el hombre, encantado—. Por lo general, se debe hacer una suscripción, y luego hacer el pago correspondiente pero, como verá ———guiñando un ojo en dirección del General, mientras los ojos castaños de Anya se desviaban de la conversación hacia un hombro detrás del señor Converetry, más allá de la puerta de entrada, hacia el otro salón, donde parecía provenir más sonido y algarabía—, haremos una excepción.

—Lo cual aprecio mucho…

La señorita Audrie Agramunt, fue retratada con sus aires franceses a la perfección, con cada riso y cada fleco de su bonito ajuar, con cada sonrisa y mirada despreciativa hacia la servidumbre, con su aire de superioridad en el mentón elevado. Como presidenta de las Damas de Los Cabos, hermosa y atrayente a la vista, la señorita Agramunt no lucía como se siente al trato: despreciativa y burlona.

La señorita Agramunt hablaba de las actividades de promoción social de su organización, de cuán grato sería tener a la hija de un General tan distinguido entre ellas, mientras, Anyaskiev miraba por sobre el hombro de la señorita, hacia las puertas de salida, donde llegaba de forma furtiva aquella algarabía y alegría desde el Salón de Posada.




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