Donde termina la vida

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO DIEZ:

Continuación del anterior

 

—Se ha dicho en la celebración luego del último concierto, señorita Diveth, que ha rechazado todas las invitaciones echas a usted. Entre éstas personas estaba la señorita Agramunt, enteramente acongojada por no tener el placer de su presencia entre sus eventos de las últimas semanas. Dicho esto, debo añadir, que la profunda ausencia suya ha sido motivo de controversia.

El señor Edevane llegaba, le hablaba e instaba a salir hacia la sociedad que la esperaba con las ansias de un depredador. La honda atracción que sentía por ella era innegable, y ese intento de cortejo en lugar de agradable, parecía una serie de pasos de baile pavoneantes y muy intelectuales, poco real, poco natural. Y a ella le gustaban las cosas naturales.

No obstante, no podía evitar dar un voto a ese esfuerzo que, pese a tantos sinsabores, era signo de perseverancia y determinación. En la sala principal, ella recibía en esa ocasión a Edevane, mientras el General trabajaba desde su estudio, en completo silencio.

—Si no he ido es porque no he querido, puede decirles eso cuando se torne demasiado “controversial”, quizá, como yo, encuentre gozo en observar las reacciones de los caracteres de acuerdo con el nivel de honestidad que se les aplique.

La réplica hizo reír a Edevane, una risa profunda y armónica brotaba de sus labios. Anya notó que también su dentadura era perfecta, y que incluso su sonrisa era una forma de seducción natural, como si a todos los demás especímenes de hombres les hubiesen sido arrebatados un poco de encanto para otorgárselos a ese hombre.

—Usted es la criatura más excepcional que he conocido. —En un gesto que no pudo controlar, Edevane mordió el labio inferior de su boca mientras la contemplaba—. ¿Qué tal si damos un paseo?

La sugerencia junto al gesto sensual, hicieron sobresaltar a Anya y sonrojarse. Quería, quería salir con todas las ansias del mundo, pero no sabía qué tanto podría disfrutarlo con él, y todos sus intentos de hablar de cosas que ella no compartía y poco menos le interesaban.

—No sé si el General lo aprobará. —No era un “no” rotundo al menos.

—Podemos preguntar. —Con sonrisa cómplice. Brincó fuera del sofá y se presentó al estudio del General, en cuestión de unos minutos avinieron en un paseo con todas las libertades correspondientes, confiándole a él el cuidado de Anya. Regresó a la sala con triunfo y Anya ya le esperaba con la bufanda atada sobre los hombros descubiertos del vestido celestino, y un bolso con correa que le hizo preguntarse porqué las mujeres cargan una bolsa siempre. Sea lo que fuere que se imaginara que ella cargaba allí, estaba equivocado—. Parece que está lista.

Le ofreció el brazo al salir a la acera, pero ella le miró con extrañeza y sus cejas crujientes unidas en su frente.

—Rodee mi brazo con su mano.

—¿Por qué? —Se sintió como el primer hombre en la Luna.

—Porque… Es lo que se hace al acompañar a una dama, es un gesto… Sí, como un gesto de cuidado y respeto.

Ella se sonrió de medio lado, pensando que era una cosa absurda eso de la etiqueta y formalidad: Ella tocaba a quien quería, porque el contacto físico significaba unión, como tomar el brazo del General significaba recibir protección y cariño, como estrechar una mano podía significar confianza. Pero con él, un desconocido que no terminaba de agradarle, no era algo que quisiera hacer. Pero esto, Edevane no lo comprendía, solo sabía que ella se mofaba de él. Seguía sin comprender a las mujeres, y a ese espécimen en específico menos que a cualquier otra.

Caminaron las tres calles y media hasta que llegaron al parque, cruzaron la calle Washington hasta llegar a la esquina de la Casa de Té, volvieron a cruzar la calle novena entre la Casa y el parque. Allí, el semblante de ella cambió por completo, y no solo parecía caminar en las nubes, con una sonrisa complacida y muy bonita, como la que vio en ella al contemplar una mariposa por la ventana de la Casa de Té, la primera mañana que se conocieron.

—Parece que le gustan mucho los parques.

Ella bajó sus ojos de los cálices, entristecida por tener que regresar a la tierra.

—Sí, mucho. —Y quiso añadir que había pasado los últimos dos años recluída en Centros Médicos o en casa, sin posibilidad de visitar uno.

—¿Por qué? —Notando que, por fin, algo despertaba el interés de Anya decidió que se aventuraría a formar una conversación sobre algo que le interesase a la joven.

—Aquí me siento… mejor, que adentro.

—De haberlo sabido hacía mucho que la hubiese acompañado a dar un paseo. Es más, de ahora en adelante, me comprometo a escoltarla todas las tardes a éste mismo lugar, ¿qué le parece?

—Mmm… —La vio rubicunda, sonriente un tanto, pero reticente al fin—. No creo que todas las tardes fuere conveniente tal ejercicio para mi complexión. Una o dos veces a la semana estaría bien.




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