Donde termina la vida

CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

CAPÍTULO CUARENTA Y DOS:

Sobre las vidas que una persona puede vivir y las noches de invierno que se hacen largas esperando estar en la vida correcta

 

Anya recibía una dosis de su medicamento experimental, y por primera vez tardó varios minutos en sentir alivio. Encontrábase meditabunda mientras Ange la sostenía de la mano hasta que pasara el efecto. Esa primera larga noche de invierno, barruntos de mosepo llenaron a Anya, como presagiando la muerte.

—Anya —la voz de Ange resonaba tanto suave—, ¿cómo se siente?

—Como si hormigas me caminaran por las venas y me mordieran los tobillos.

Ange tradujo esto como dolor, y frío en los pies, así que le acomodó una colcha en las piernas y volvió a sujetar su mano. Dudaba, aunque sabía que debía decirlo de una vez, y tenía miedo, pero ella era la única persona en quien podía confiar.

—Anya.

—¿Sí, Ange? —Ella giró, y la vio con los ojos llorosos.

—El médico me dijo que estaba embarazada. —La sonrisa que se marcó en las mejillas de Anya le devolvieron la esperanza a la pelirroja—. ¿No está molesta?

—¿Por qué?

—Porque estoy embarazada.

—¿Cómo podría molestarme por la vida que llevas dentro de ti?

—El padre es el chauffeur.

—Lo sé. —Ange palideció—. Cuando estás con él, sonríes y tus ojos brillan, como ahora.

—¿Quiere ser la madrina?

—Si quiero —aquello fue un compromiso, pero luego la sonrisa de Anya desapareció—, pero voy a morir antes de que ella nazca.

—No diga esas cosas —insistió Ange, que comenzaba a contagiarse de la tristeza de su hermana.

—¿No es larga la noche y tan corta la vida? Entonces hay que ahorrarnos las mentiras y ver las realidades, mi hermana: haré todo lo posible por vivir para ver a tu hija nacer, pero mi cuerpo tendrá otros propósitos.

»Podemos, sin embargo, pensar sobre las vidas que una persona puede tener, entonces viviremos como quisiéramos vivir y haríamos todo lo que no pudiéramos hacer en una sola de nuestras vidas. En éste momento, pienso en una vida distinta a la mía, en la que me curo por algún acto de milagroso origen, entonces, podría esperar siete meses para conocer a tu hija, que será hija, y la cargaría y ella me respondería a todo el amor que le entregaría, orinándome en las faldas. Luego, tú tendrías a tu pequeña y yo sería su mentora espiritual, le enseñaría a cuidar a los animales y a pintar; iría a un Centro de Instrucción, tendría amigos y su primer novio, le romperían el corazón y luego de una charla conmigo comenzaría a reponerse. Se enamoraría de verdad, iríamos a su boda juntas y la veríamos embarazada. Cargaríamos al bebé y el ciclo se repetiría de nuevo: luz, crecimiento, vida, polvo.

»Unos minutos nos ha bastado para vivir una vida. Pero nos equivocamos en el camino, algo hemos hecho mal y lo sabemos cuando salimos de ese espacio atemporal y físico de la existencia, y nos encontramos en una noche de invierno, la primera noche de invierno, donde tú me dices que algo ocurrirá y yo te respondo que moriré antes de que las imposibilidades sean posibles.

Ange no comprendía de donde podían salir tales pensamientos erráticos y profundos al mismo tiempo, ¿producto del medicamento?, tal vez, pero cuando le pareció ver que Anya volvía a perderse en sus pensamientos, decidió dejarla descansar.

 

—¿Thomas?

—Sí, padre. —Los ojos esmeralda de su hijo miraban al señor Collingwood, distraídos, ojerosos, tristes.

—Todos, incluyéndome, queremos saber qué ocurrió. Tenemos derecho a saber.

Largos minutos meditó el señor Thomas, hasta que las lágrimas le ganaron a las palabras, otra vez.

—Ella está con él ahora, y así debe ser. Es como la vida debe seguir. No puedo salvarla, padre, a ella tampoco puedo salvarla, y es mejor así: Que esté lejos de mí, que esté con él tan lejos como pueda de mí, para no amarla más, para no quererla más ni extrañarla más de lo que ya la extraño.

—¿Le contaste todo? —Thomas negó, las manos como apoyos a su quijada, reflejando el brillo de la chimenea—. Si no conoce toda la verdad, ¿cómo podría saber que no puedes salvarla? Mírame, Thomas —El hijo obedeció a su padre, intimidado por la severidad del tono—. He vivido más tiempo que cualquier persona en ésta tierra, y he visto tanto y tantas cosas, y he hecho tanto y más cosas, pero nada como lo que vi cuando naciste.

»Te vi abrir esos ojos esmeralda y observar el mundo con tanta admiración, con tantas expectativas y tantos sueños por cumplir, que creí que no podría ser un buen padre. Creciste con la sabiduría de quien viene de un sitio, no de quien nace, aprendiste como los que ya saben, e inventaste desde la nada una nueva forma de vivir: Cultivando para que otros cosechen.




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