CAPÍTULO CUARENTA Y TRES:
Cuando se habla sobre el contrato de muerte y alevosía
Las ventanas estaban cerradas, la Casa de Té no abrió durante el fin de semana y ninguno de los niños sonreía. En un rincón de su habitación, Lucas Martin se vapuleaba la cabeza con los puños, y se repetía: “Es tu culpa, es tu culpa”, una y otra vez, hasta sangrarse. No muy lejos de allí, Chane Simo contemplaba el amuleto que le había dado al pequeño nigeriano, y se reprochó el no haber hecho más por él. Nijaa recogía la habitación del difunto y Avery consolaba a los niños en la sala común.
Emily Morris y su hermano habían arribado desde que la noticia llegó a sus oídos, al mismo tiempo que otra de mayor impacto opacaba ésta en la ciudad. El hermano mayor había cumplido su deber al dar un pésame sincero, y habíase retirado, condicionando la estadía de su hermana bajo la custodia del señor Thomas.
Éste último se encontraba meditabundo con el rostro vuelto hacia las llamas en su estudio. Tres días había bastado para hacer girar su mundo por completo, desencajarlo y hacerlo sentir como una esfera sin órbita en su sistema. Sabía que era su culpa, así lo sentía en su corazón.
Emily entró y se sentó a su lado en el sofá, silenciosa. Tomó su mano y la entrelazó con una de las propias, beso el dorso de la masculina aspirando ese aroma tan suyo.
—¿Puedo hacer algo por ti? —La señorita Emily cargaría con el dolor del señor Thomas si así se lo permitiera la vida. Él negó, derramando un par de lágrimas más. Por primera vez, había perdido a uno de sus niños, y no pudo pensar que volvía a repetirse su historia: La perdía a ella, y a su hijo.
—Mi niño —lloró, con tanta fuerza y tales sollozos que terminó recostado sobre las piernas de Emely, y ésta acariciando sus ondas castañas con la ternura maternal que albergaba. Él se abrazó a sus piernas y lloró con más entereza hasta que recuperó el aliento y se escondió entonces entre un abrazo de su amiga.
Ella, tan atenta y siempre fiel, le recibía en silencio y aferraba con la misma fuerza que él, hasta que se dejó llevar por sus impulsos carnales, y besó con castidad el cuello varonil que se le interponía. Solo un roce, pero el señor Thomas estremecióse.
Centímetro a centímetro, fuéronse separando, arrastrando en sus mejillas las respiraciones, hasta que estuvieron tan juntos que pudieron unir sus bocas en un beso. Durante tres segundos, estuvieron unidos por un beso gentil: ella sentía amor, él estaba triste y encontraba en esos labios el consuelo de los que no podía tener. Al separarse, le pidió disculpas y se marchó de la sala.
Emily Morris sintió que alguien le arrancaba el corazón de su tórax y lo lanzaba a las llamas, se sentía humillada y despreciada, no porque no fuera correspondida, sino porque se sentía incapaz de generar amor en los demás. Decidió ese día que sería el último de su vida en que se permitiría sentir amor por alguien más, y sin dar más explicaciones que una breve nota, se marchó de la ciudad para siempre, de la mano de su hermano. Era lo único que podría hacer luego de que poco le quedaba allí: volver a empezar.
Mientras que un corazón era roto, otro era atormentado por la culpa, cuando Ange recibía a un miembro de la milicia de la Regencia que venía en nombre del Directivo de Comando de Los Cabos para hacer entrega de una medalla y otros objetos de preciado significado a la hija del General Kosthof.
Y pasaron días, y pasaron semanas de invierno, el tiempo se dilató tanto como pudo la vida de Anyaskiev Diveth. Su existencia transcurrió casi con normalidad, casi se olvidó de que un día nació, y otro vivió en una cabaña, casi se olvidó de que conoció a un grupo de niños especiales, y que hay flores de papel que viven tanto como amor se le entreguen.
La barriga de Ange creció, se confirmó que sería una mujer la que daría al mundo, y sus padres se llenaron con dicha. Se preparó una fiesta de bienvenida algo prematura, y celebraron los pocos conocidos: El joven Directivo y su amigo, el padre y la madre, y la joven enfermiza. Así se veían al momento de repartir la torta de vainilla y glaseado de fresa, y en ese momento de dicha, una luz brilló en la barriga de Ange, y Anya, luego de mucho tiempo, pudo tener una visión con claridad.
Tomó un cartoncillo del escritorio mientras nadie la veía, y con un carbón en mano formó trazos y contornos, hizo sombras con los dedos y luces en los espacios en blanco; contempló la obra y la guardó en una carpeta. Fue como si Anya volviera a una realidad de la que había huido mucho tiempo, el cuerpo le pesó y la mente volvió a ser consciente de la vida pasada.
«Querido Gerenal, save que no escrivo mucho, no me gusta, pero como no se naba de usteb, quiero que seqa que lo quiero mucho y lo extraño. Anya».
Con esperanza, una mañana más fría que las anteriores, Anya escribió éste breve texto en el reverso de un dibujo de sí misma que hizo para el General. Doblaba el dibujo, con el mismo entusiasmo con que se abre una carta ella cerraba el sobre y colocaba la dirección del destinatario; en éste momento, otro destello surgió de una esquina de la estancia. Allí había una repisa, y muy en lo alto, otra caja de cartón, sobre ésta caja había una mariposa muerta.