ANNELIESE
La puerta del baño se abrió repentinamente. Por el umbral cruzó Anneliese, sobresaltando a una compañera de cabellera verde agua que se delineaba el párpado superior.
—¿Te encuentras bien, Anne? —preguntó la chica.
La castaña asintió intentando mantener la compostura.
—Bien —chasqueó la lengua y volvió a su maquillaje.
Anneliese la miró, era hermosa, en cambio, ella no era más que una chica pálida y fea. Si tan solo volviera a maquillarse podría sentirse mejor consigo misma, pero no le nacía, desde que las pesadillas volvieron, desde que llegó Olga Lavelle a su vida, nada fue igual.
Pensó en pedirle ayuda a esa chica de brillante cabello verde, pero se contuvo. No quiso ser una molestia. Podría burlarse de ella y no estaba dispuesta a soportar más burlas. Con las de Fiorella tenía más que suficiente.
Suspiró.
Se encerró en uno de los cubículos y deseo no salir nunca de ahí.
El recuerdo de esos ojos azules la estremeció. La mirada llena de coquetería la sedujo por un instante, atrayente, peligrosa.
Negó.
No podía ser posible que se sintiera tan atraída por alguien que no conoce. ¿Qué era ese extraño magnetismo que rodeaba a ese hombre rubio de brillantes ojos azules?
Tragó saliva y se rascó la nuca.
Si no fuera por la presencia de la chica al otro lado de la puerta, ya estaría gritando, sacando todo lo que en su interior guardaba con tal de liberarse de la tensión generada por aquel tipo rubio al que catalogó como sexy.
Pero él no era el único en su mente. Matthieu no era su prioridad ahora. Lo quería, sí, lo admiraba, también, estaba cómoda con él, por supuesto, pero no, no era el más importante, no al menos en cuanto a intenciones se refería.
Ella tenía ciertas dudas respecto a la amistad con el chico Dubois, no estaba del todo segura si la consideraba una amiga o solo una desconocida a la cual tener lástima por ser una enferma mental. Pero tampoco se sentía con la suficiente confianza como para preguntarle.
Lo averiguaría después. Las cosas se darían poco a poco y quizá llegarían a ser algo más. No. ella no podía permitirse esos sentimientos cuando su cabeza era un nido de confusiones y problemas los cuales resolver.
El enmascarado grosero del parque.
¿Cómo se llamaba? ¿E?
«¿Acaso no tienes un nombre?», recordó aquella pregunta que hizo ese día tras despertar de su estado de inconsciencia, cuando fue perseguida por ese trío de violadores.
¡Ah ese viejito! Según Matthieu él trabaja en ese anticuario. Algún día lo visitaría, pero el miedo de volver a ser atacada era mayor a sus buenas intenciones para con él.
Matthieu siempre estaba en sus pensamientos, pero debía olvidarlo si deseaba averiguar lo que pasaba con su vida, con el enmascarado, con Olga, con el extraño, con su padre.
Su vida es el sinónimo de caos. Un efecto mariposa que empezó solo con la marcha de su madre, si ella no se hubiera largado con su amante, Olga jamás habría llegado, quizás nunca se hubieran mudado a París ni mucho menos habría conocido a Matthieu, ni a Bastien Moncharmin o al grosero sin nombre.
«Debo considerar apropiado el mantener mi identidad anónima, de lo contrario en vano sería portar un antifaz que prácticamente hace la mitad del trabajo por mí. E es mi inicial y con tu perdón, es lo único que te interesaría saber sobre el hombre tras la máscara», recordó las palabras.
«Ni que fuera tan difícil decir “Soy Eutanasio, mucho gusto”».
«¿Quién en su sano juicio llamaría a su hijo Eutanasio?».
Los ojos de Anneliese se abrieron de par en par como dos huevos estrellados.
El tal “E”… ¿cómo pudo replicar sus pensamientos? Nadie tenía esas habilidades, era mera fantasía la telepatía, no existía. Ni el cerebro más poderoso de todos los tiempos podría llegar a ese nivel sacado de historias de ficción.
Entonces, ¿cómo?
Negó con la cabeza tratando de sacarse esas ideas, debe haber una explicación lógica.
—Nadie puede leer la mente, Anneliese, estás exagerando —murmuró.
Everett...
Se sobresaltó. Miró a su alrededor por las cuatro estrechas paredes del cubículo en busca de la voz que pronunció ese nombre.
Atribuyó esa voz a su imaginación.
Se encontraba alterada. Respiró profundamente y procuró relajarse.
Sus pensamientos se centraron entonces en E y el rubio coqueto.
Algo en ellos le resultaba familiar. No porque los conociera de antes, sino que presentía que tenía una extraña conexión que la atraía. Ese instante de tensión fue espontáneo, excitante, estuvo fuera de sí y solo se dejó llevar por el dulce aroma del cuello del muchacho.
No lo conocía y admitía que fue toda una imprudencia de su parte por acusarlo por robar un libro, el libro que ella buscaba con esmero.
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Editado: 03.08.2022