Dormido en el alma

CAPÍTULO XXVIII

CAPÍTULO XXVIII

 

   No me podía estar ocurriendo otra vez. No quería pasar de nuevo por la decepción que había vivido con Ricardo. Me lo había jurado a mí misma antes de que me obligaran a salir de mi casa, dejando mi vida y mi familia atrás. Jamás me volvería a enamorar de un hombre y no descansaría hasta volver a estar con mis hermanos.

  Parecía que mi desgracia era enamorarme de hombres que se casaban con otras, aunque estuvieran enamorados de mí. Bueno, en el caso de Justino, aunque había demostrado tenerme mucho cariño, era un cariño filial, de hermano mayor que se preocupa por el bienestar de su hermana pequeña, a pesar de no unirnos lazos de sangre.

  Esta vez era distinto. Había otra mujer antes que yo, aunque esa mujer fuera artificial y mi sexto sentido me dijera que escondía algo oscuro, no podía entrometerme en la pareja, ni ir con sospechas infundadas a Doña Lucrecia. El noviazgo y el compromiso de Justino con Margarita no era de mi incumbencia y lo que tenía que hacer era alejarme todo lo posible de ellos dos y centrarme en mis exámenes y en poder terminar con éxito la carrera de medicina para que Doña Lucrecia estuviera orgullosa de mí y poder viajar a España para estar con mis hermanos.

  Por las mañanas me levantaba temprano, para no coincidir con nadie de la casa y desayunaba en mi habitación, con la disculpa de poder estudiar tranquila. Desde la ventana de mi cuarto, veía la puerta del establo. Todas las mañanas Justino salía a cabalgar con mi yegua favorita, Athenea. Ver salir del establo a Justino montado a lomos de Athenea, era para mí, el momento esperado del día. Verlo con su porte elegante y varonil encima del pura sangre, removía en mis entrañas, sensaciones que tenía dormidas y que con sólo mirar como su cuerpo se balancea al ritmo del trote de Athenea, recorrían todo mi cuerpo como si un rayo descargara todo su voltaje, de repente, dentro de mí. La yegua, con su instinto animal, al pasar por delante de mi ventana, aminoraba el paso, giraba su cabeza hacía mí y comenzaba a menear su hocico varias veces seguidas de arriba abajo a la vez que levantaba las patas delanteras. Justino hacía también lo propio, y me saludaba con un movimiento de cabeza. Yo les saludaba con la mano, mientras les veía alejarse por la pradera. Refugiada detrás del cristal, pensaba que podía esconderme, pero estaba muy equivocada porque no se puede poner puertas al mar.

 

  En España estaba comenzando el invierno, pero en Maracaibo la que empezaba era la estación seca. Dentro de la casa me asfixiaba y comencé a salir fuera a estudiar.

  Me iba por detrás de la hacienda a un rincón entre los arbustos al pie de un pequeño lago. Era un lugar idílico, lleno de paz, en el que podía evadirme de todo. Allí podía concentrarme en mis estudios y conseguía olvidarme de todo lo demás. Además era un sitio solitario, dentro del recinto de la hacienda. No solía ir nadie hasta el atardecer, cuando llevaban los caballos para que bebieran agua del lago y se refrescaran, pero el resto del día era para mí sola, o eso era lo que yo pensaba.

  Lupita siempre me preparaba una cestilla con comida para que no pasara hambre y siempre me añadía unas “cucas” recién hechas.

  -“Mi niña, el estudio desgasta mucho y, sobre todo, necesita dulce para el cerebro.”- Yo la había cogido mucho cariño y todas las mañanas cuando me daba la cesta que me había preparado, le daba las gracias con un abrazo y un par de besos que me sabían a la miel con la que preparaba mis “cucas”.

  Ella, alisándose el delantal, mientras yo me separaba de ella, me decía: “niña, si nos ve la señora, no le va a gustar que tengas tanta confianza con el servicio.”-

  -“Sólo te doy besos y abrazos para que me hagas mis dulces favoritos.”- Le decía para ver como su rostro se tornaba en una mueca de decepción, que quitaba al instante, cuando al mirarme se daba cuenta que era una broma y entonces, me volvía a acercar a ella y le daba otro achuchón al que ella correspondía apretándome la cara entre sus pechos, como si fuera una niña pequeña.

  A última hora de la tarde, antes de irme, me gustaba darme un chapuzón en el lago, antes de regresar a la hacienda. Un día, cuando regresé a mi rincón, después de haberme refrescado, mientras me estaba secando, me llamó la atención un trozo de papel que sobresalía entre las hojas del libro de anatomía. Tiré de él para sacarlo y ver qué era porque no me resultaba familiar. Era una nota escrita a mano, pero yo no la había escrito:



#49818 en Novela romántica

En el texto hay: amor, desamor

Editado: 15.10.2018

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