Capítulo 38: Alexter
Desde que mi madre está aquí, ha sido como un rayo de sol en medio de la rutina gris que he llevado estos últimos años. Me hace feliz tenerla cerca; al fin y al cabo, siempre ha sido así desde que mi padre murió. Estas dos semanas con ella han sido diferentes. La saqué a conocer las calles de Madrid, la llevé de compras y aproveché para comprarle algo a mi sobrina, la hija de Antonio y Clara. Para mí, esa niña es como si fuera mi sobrina,se que mi madre se lo llevara encantada.
Después de la oficina, regreso a mi departamento. Mi madre ha estado cocinando todos estos días, y no me quejo. Siempre he pensado que una comida hecha en casa es más sabrosa que cualquier plato de un restaurante con cinco estrellas Michelin. Sé que hay quienes pensarán que estoy loco, pero es mi sentir.
Hoy llegué temprano a la oficina. Tenía que firmar algunos documentos, revisar el último balance trimestral y hacer unas llamadas para ver cómo va todo en los galpones. Cuando llega la tarde, decido descansar un poco. Tomo una taza de café caliente y me acerco a la ventana. Mi oficina queda en el último piso de un edificio pequeño, de solo tres niveles. Mientras observo por la ventana, mis ojos no pueden creer lo que ven: es Mel.
Salgo corriendo, bajando las escaleras a toda prisa. Salgo del edificio y logro alcanzarla... pero no es ella. Creo que mi mente me hizo una jugarreta. Regreso a mi oficina algo avergonzado. Debo haber parecido un loco.
Al cabo de un rato, mi madre me envía un mensaje:
La cena está casi lista. Te espero para cenar juntos.
Salgo y compro una torta de chocolate con maní; sé que a mi madre le gusta mucho. Cenamos en silencio, yo un poco distraído. Mi madre me saca de mis pensamientos.
—Alex, regresa a casa conmigo —dice, con esa voz suave pero firme que siempre usa cuando quiere convencerme de algo.
Niego con la cabeza—Ya estoy establecido aquí, mamá.
Ella deja el tema, y terminamos hablando de cosas diversas: de mi trabajo, de cómo está la ciudad que dejé atrás, de los recuerdos que compartimos. Después del postre, le digo que me iré a acostar.
—Duerme bien y descansa—Ella me responde.
Si supiera que son dos cosas que tengo mucho tiempo sin hacer.
Luego de asearme, me dispongo a dormir. Sueño con el día que vi a aquella niña en la playa. Me levanto y me meto a la ducha mientras recuerdo el sueño. Viene a mi mente el hecho de que en estas semanas no he hablado con mi madre sobre la casa de la playa.
A la mañana siguiente, El aroma del café recién hecho llenaba la cocina esta mañana, mezclándose con el olor a pan tostado que mi madre había preparado. Esos pequeños detalles hacen que todo parezca un poco más llevadero. cuando salgo de mi cuarto,mi madre se acerca con una taza de café caliente y me dice, con cara de advertencia.
—Primero desayuna, y luego te vas al trabajo.
—Lo que tú quieres es que ruede al trabajo —le digo, bromeando—. Si sigo comiendo así, voy a tener que retomar mis carreras matutinas.
Ella sonríe—No estaría nada mal que retomaras tu vida de hace dos años.
Sus palabras me hacen pensar. ¿Cómo era mi vida hace dos años? Creía que iba a tener un hijo, que me iba a casar con una mujer que no amaba,me habia enamorado de alguien sin darme cuenta pero por no hacer las cosas bien la perdi. Las cosas dieron un giro que no esperaba. Traté de encontrar a Melissa, pero no pude. Todavía recuerdo ese beso, el día que la invité a la feria y nos dimos nuestro primer beso. Recuerdo ese color ámbar en su mirada, como si guardara todos los secretos del mundo.
Mi madre me saca de mis pensamientos con una pregunta que no entendí al principio:
—¿Y qué decides? —pregunta.
Para que no se note que estaba sumergido en mis recuerdos, le respondo:
—Hablando de decisiones, ¿qué decidiste hacer con la casa de la playa?
Ella me mira y dice, sin dudar—Véndela.
Eso no me lo esperaba. Pensé que le daría vueltas al tema otros dos años, y luego dos más, y así hasta quién sabe cuándo.
—Está bien —digo, tratando de sonar indiferente—. ¿Cuándo tienes pensado ir a buscar las cosas que están allá? Me refiero a fotos y demás artículos que sé que guardan un valor sentimental para ti.
La veo y se le anegan los ojos con lágrimas.
—No puedo ir yo —me dice, con la voz quebrada.
—Entiendo —respondo—. Entonces contrataré a alguien para que recoja las cosas y te las lleve a casa.
—No —me interrumpe—. Un extraño no va a tener el cuidado de no romper o botar algo importante. Ve tú, Alex. Yo te hago una lista y me las llevas.
Sé lo que está tratando de hacer, y se lo hago saber—No, madre, no puedo ser yo. Tengo mucho trabajo.
Ella se defiende, con esa mirada que siempre me gana—Nunca te pido nada, Alex. Luego de esto, no te vuelvo a pedir nada más.
Después de analizar bien cómo afectó el tema a mi madre, termino aceptando. Pero le advierto:
—Solo estaré dos semanas, nada más.
Con eso doy por terminada la conversación sobre la casa de la playa. Mi madre sonríe, satisfecha, y vuelve a llenar mi taza de café. Mientras la observo, no puedo evitar recordar cómo esa casa fue testigo de tantos momentos felices: los veranos con mi padre, las tardes jugando en la arena, las noches de historias alrededor de una fogata. Venderla sería como cerrar un capítulo que nunca supe cómo terminar. Pero tal vez sea hora de dejar ir lo que ya no puedo cambiar.