Blanca siempre parte.
Peón a E4.
Negro espera su turno.
***
Miré el espectáculo frente a mis ojos. ¿Quién lo diría? Ese maldito y estúpido multimillonario no me ganaría. Me debía dar lo que pedía, lo que necesitaba para poder conseguirla a ella.
Ése, era mi pase directo a una vida libre, segura y sin complicaciones junto a mi pequeña.
Sólo tenía que seguir las órdenes y todo sería como me dijeron. Me la devolverían. Sería mía de nuevo. No habría nada que le impidiera estar conmigo, ni a mi con ella.
Por lo mismo, y antes de volver a pensar en que me la quitaran, amarré el delantal blanco y puse la mejor y más tierna de mis sonrisas. Tenía que seguir con la farsa adelante, y qué mejor que ser la pobre, delicada e indefensa sirvienta.
Tomé la bandeja y me encaminé a servir la cena de la famosa y bien posicionada familia Gallagher. Pero no me interesaban todos ellos. Era el hijo mayor el que tenía toda mi atención.
Absolutamente.
Pasé con la bandeja por su lado sin dejar de mirarlo. Serví al señor Gallagher, a su señora, a la madre de ésta, una anciana malditamente astuta, y a la pequeña consentida de esta familia, Caroline. La mocosa no había echo más que darme dolores de cabeza desde que llegué, pidiendo imposibles cuando debía descansar. Sin embargo, mi resentimiento con ella se debía a su libertad. Tenía cinco años, los mismos que mi pequeña, pero la gran diferencia, es que la niña Gallagher era libre.
Pero no importaba ahora. Dejé a Cristóbal para el final. Él era el importante. Él debía pagar, y él era mi boleto a la libertad.
-Puedes apurarte, querida.
-Sí, señor Gallagher.- Agaché la cabeza y dejé el plato servido en su puesto, tomándome más tiempo del necesario para que Cristóbal se impregnara con mi olor. Me había puesto demasiado perfume en la mañana.
Me daba igual que se viera como si yo fuera la tonta sirvienta que sueña con su jefe. Sabía que no era así. Sabía, terminaría siendo al revés. Él soñará conmigo, él será mi juguete, él me dará todo lo que yo quiera con un chasquido de dedos. Fácil y rápido. Pero antes debía pasar por todo esto.
Lamentablemente llevaba sólo dos semanas trabajando para ellos, lo que no era tiempo suficiente para hacerme notar. Pero no importaba. No me iba a molestar que el maldito niño de papá no me notara cuando lo único que parecía importarle era ese aparatito del demonio llamado celular.
Dejé el último de los platos y me marché nuevamente a la cocina. Pero el señor Gallagher me detuvo.
-Aileen, por favor apresúrate con el postre.
-Sí, señor Gallagher.- 'Sí, señor Gallagher' Era la única mierda que le había dicho desde que llegué. Además de mi entrevista para poder trabajar aquí.
-Yo no quiero postre, padre. Saldré.
Mis ojos se desviaron a Cristóbal, que por cierto, pareciera ser tragado por la pantalla brillante del móvil.
Metro ochenta, cabello rubio, ojos color miel. Estudiante de administración en una de las mejores universidades del país, excelentes calificaciones. No se le ha conocido novia hasta el momento, pero no era homosexual. Cuerpo esculpido. Como un maldito deportista. Competidor profesional de Esgrima, ganador de múltiples medallas. Una sonrisa baja-bragas patentada con el sello Gallagher.
Y lo mejor de todo... el futuro heredero de todo el imperio Gallagher.
Me importaba su dinero. Pero no para mi. El canalla para el que me encontraba trabajando lo necesitaba. Yo sólo era el medio para que él lo consiguiera. Si lo hacía, y lo hacía bien... Todos ganábamos. Yo tendría a mi pequeña de vuelta y él su dinero para gastar en putas y drogas.
Todos ganarían menos Cristóbal.
Él y su familia eran un efecto colateral. Una mala pieza del juego para obtener lo que yo quería. Porque era mi juego. Era mi partida, y no iba a perderla sólo porque seguía las órdenes de mi tío, que para mi mala suerte, era el mismo que me la quitó, el mismo que me orilló a hacer todo esto.
Él era mi cruz.
Hermano de mi madre fallecida junto a mi padre en un trágico accidente. El cliché mas grande de todos, pero en lugar de dejarnos al cuidado de alguien que quisiera protegernos, que quisiera cuidarnos, que nos apoyaran y entendieran, nos había traído dolores de cabeza, sangre, golpes y problemas judiciales.
Sólo nos dejó mierda venenosa con la que tenía que lidiar si no quería que a Priscila, mi hermana de tan sólo 5 años, le pasaran más cosas malas de las que ya le habían pasado.
Fueron años de abuso. Malditos largos cuatro años en los que no pude más que atender las necesidades del bastardo que se hacía llamar mi tío. El mismo que se hacía el afectado frene a la sociedad. El mismo que una vez cerrada las puertas nos trataba como escoria.