Dulce Melodía

II

Sang Jeon volvió a estudiar, por enésima vez y aún sin comprenderla del todo, la partitura de First Love.

Llevaba gran parte de la tarde tratando de acertar perfectamente la melodía, pero no lo conseguía. Se trababa y comenzaba de nuevo, y volvía a trabarse, en un vaivén que parecía interminable, enfermizo. Era una melodía tan fácil que el no poder dominarla le dejaba en su cabeza irritantes dolores y espinosos sentimientos de frustración. ¡Qué tonto! Sabía tocar a la perfección los tres movimientos de Claro de Luna y First Love, que hasta un niño de seis años de nivel principiante podía tocar, le estaba dejando punzante malestares en las sienes.

No era algo realmente difícil. El problema de Sang era el sentimentalismo de la canción. No lo conseguía. No lo atinaba completamente. Llevaba a cabo una interpretación vacía, sin vida, carente de emociones y carente de sentimientos y a Sang ese tipo de interpretaciones le producía escozor en sus sentidos. Tenía ya gran parte de su vida tocando piano, poniendo los dedos sobre las teclas blancas y presionando las negras con sumo cuidado. Era muy pulcro, muy meticuloso. No usaba accesorios para las muñecas y nunca se sonaba los dedos. Leía partituras en vez de libros cuando estaba aburrido y prefería mil veces ver la magistral interpretación de alguna pieza musical que ir al cine.

Aunque, por supuesto, tampoco era completamente clásico, ni completamente a lo blanco y negro. Le gustaba el Indie, la música independiente, la de los artistas con talento que aún no son descubiertos por el mundo de la fama. Sabía tocar la guitarra, el bajo, el violin y la batería y había formado, en su tiempo en el instituto, una banda de garaje llamado Destrucción Juvenil con su buen amigo Charles Backery y Thomas Dell. Él fue el baterista, y para ese entonces había ganado tanta fama con las chicas que hasta abrumado se había sentido. Tocaron tres veces cada dos semanas en los festivales de la ciudad, y perdieron dos veces  en las batallas de bandas juveniles. Habían compuesto unas cuantas canciones y también hacieron sus propias versiones de los clásicos, al modo independiente. Tres canciones de The Beatles a lo Blink-182 y otras cuantas de los Beach Boys, con sonoros riffs de guitarra y los emocionantes retumbos de la batería.

El sueño de la banda de garaje que sale al mundo de la fama se destruyó con la partida de Charles a Londres, a su tierra natal. De ahí Sang ni él se volvieron a ver, pero se escribían cada cierto tiempo por correo electrónico —Charles había entrado en una extraña academia militar y no tenía permitido usar el móvil—, y se pasaban canciones de alguna que otra banda naciente. No hablaban de cosas personales pero sí les gustaba discutir sobre la ciencia y las corrientes de la filosofía moderna.

Thomas Dell, por otra parte, seguía allí, vivo y coleando. Se veían casi todos los viernes cuando iban a jugar bolos con los chicos de la universidad y algunos fines de semana, cuando tenían el tiempo libre. Hablaban de música y tocaban unas cuantas piezas de algun artista de los ochentas. Thomas ahora rapeaba. Dejó el indie a un lado para hacer Freestyle en el metro y le iba de maravilla. Hacía rimas con doble tempo cuando le tocaba pelear con otro rapero y dejaba, la mayoría de las veces, boquiabiertos a los ancianos y a los adolescentes. Su madre siempre le criticaba las vestimentas pero qué más daba. Ya él tenía veintitrés años y era tan libre como lo había predicho Lynyrd Skynyrd en una de sus canciones.

Sang, sin embargo, era tan diferente a Thomas que hasta gracia le daba. No veían las mismas pelis, ni tampoco las mismas series televisivas —Thomas era más de los rollos de adolescentes, a lo Skins— y tampoco gustaban de los mismo platillos de comidas y tampoco jugaban los mismo videojuegos. Pero había algo en Thomas que a Sang le gustaba, por lo menos un poco, y eso era su honesta transparencia. Si había algo que Sang odiaba en todo el mundo, eran las mentiras. Y Thomas, a pesar de exhalar más palabras obscenas que dióxido de carbono, era alguien tan honesto y transparente que no podía evitar juntarse con él.

Dejó de pensar por un rato. Miró por la ventana de vista panorámica y observó, con cierta pesadez, que el día estaba empezando a apagarse. Eran ya casi las seis y media de la tarde y él aún no podía tocar First Love como se debe.

Bufó, se acomodó en su asiento y acarició el piano, lentamente. Decidió empezar con Chopin, como una especie de calentamiento.

El Nocturne, op.9. N.2.

Cerró los ojos, y comenzó.

La melodía invadió la antes silenciosa habitación y Sang Jeon, por primera vez en todo el día, se sintió tan libre como Thomas Dell y sus extrañas vestimentas. Tocó a Chopin, y soñó despierto. Se imaginó el cielo nocturno, tosco, oscuro y frío, muy frío, con las vigilantes estrellas brillando en penetrantes vaivenes y las densas nubes avanzando en pasos lentos. Pensó en un hogar, en alguna pareja de fuertes enlaces amorosos, que descansaban bajo las sábanas, soñándose mutuamente y amándose entre las tranquilas respiraciones, besándose con los pensamientos y abrazándose con sus palpitantes corazones. Estaba tratando de conectarse con el romanticismo, con lo que Hikaru Utada transmitía en sus canciones. Ahora sí. Ya se relajó. La frustración que le había cegado los sentidos se perdió de repente en la oscuridad del olvido, como si nunca hubiese existido, y la reemplazó el sentimiento de empatía, el que sentía al ver cosas bonitas y agradables; el sentimiento, quizá, del amor.



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En el texto hay: romace, musica, profesor alumna

Editado: 03.09.2018

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