Dulce Melodía

III

Allison empezó a tocar, mientras veía del cielo caer gotas de intensa lluvia, las delicadas notas del Himno de la Alegría.

Era un jueves por la tarde y las nubes de tonos grisáceos decoraban el cielo, formando un sombrío paisaje a lo Edgar Allan Poe. Por encima, cerca de la punta de los árboles, algunos pájaros, que miedo no tenían de la lluvia, danzaban por los aires, distraídos, ajenos a toda pizca de la realidad. Mientras que adentro Sang la observaba, a su lado, con mucha seriedad y atención, y ella no pudo sino sentirse, más que conmocionada, nerviosa. Estaba en su clase particular de los jueves y ese día tenía que resplandecer con alguna pieza de Beethoven, algo que destellara entre el mohíno espacio que los encerraba como brillantes estrellas delirantes.

Y ahí estaba tocando, oyéndose a sí misma hablar a través del piano, a través de las notas, tocando y probando y salpicando sus dedos de una taciturna melodía, del prestigioso legado de Beethoven, mientras respiraba cada vez más lento y pesado y mientras el corazón, no sin cierto cansancio, le latía en el pecho.

Sin embargo, he ahí lo que le inquietaba en sus adentros, lo que le agitaba todo su ser. Greg. No podía dejar de pensar en él. Todo era, hasta ese momento, Greg. Greg, Greg y más Greg y también ese campo de fútbol y en ese uniforme y el sudor y su rostro. Oh, Dios, no podía alejar la imagen de ese rostro cubierto de sudor, con esa mueca de rabia y de excesivo disgusto, de aquél sábado por la tarde, diciéndole a ella en voz baja que quería tomarse un tiempo para…, ¿para qué? Ya ni Allison se acordaba. Ahora tenía las emociones por el suelo y sus ojos, que vidriosos se mostraban, daban la amenazadora señal de querer explotar en indómitas lágrimas, como el cielo había explotado en esa poderosa lluvia cristalina.

—Amatore —interrumpió Sang, de pronto. Aún la observaba, con mucha severidad, y tenía los brazos cruzados, como si viese una escena de total injusticia—. ¿Por qué tu Himno de la Alegría suena, irónicamente, tan triste?

Allison, bruscamente, dejó de tocar. Las notas de Beethoven se perdieron en la infinidad del espacio, injiriéndose violentamente en el estruendoso llanto de las nubes. Miró a su profesor, con incredulidad, y, sin saber exactamente qué hacer, meneó la cabeza de un lado a otro, algo pasmada.

—No comprendo, profesor Jeon.

—Tus notas suenan tristes. Muy amargas para lo que hubiese querido Beethoven —explicó. Ahora miraba el piano, y se metió por un momento en la partitura, desde donde estaba. Estudió por un momento la escena, y luego pidió, con cierto rigor en su voz—:  Vuelve a tocar, por favor.

Ella asintió, un poco nerviosa y, obedientemente, así lo hizo. El Himno de la Alegría sonó nuevamente, renacido y jovial, irrumpiendo con agresividad el silencio que se había postrado en el lugar. Otra vez llegaron aquellas notas. Los dos mi, y luego el fa, y luego el sol, y el sol otra vez seguido del fa y así, con mucho cuidado. Ya iba adquiriendo de nuevo ese despegue inicial, el que daba paso a la inspiración. Y entonces empezó a volar con las notas, suavemente, en ese cielo cubierto de melodías y en ese espacio donde no existía el abusivo ruido, pero, ¡qué infortunio! En pleno vuelo volvía a su mente la presencia de Greg, mirándola por entre las sombras de esos amargos recuerdos, espiándola por entre las notas de ese himno que se suponía que era alegre. Ahora caía en picada, como si se hubiese lanzado de un avión sin paracaídas. Las notas no surgieron bien entonces, ya no tenían la textura ni el sentido de los acordes que se debían desprender del piano. Sang carraspeó desde donde estaba, y, aniquilando la melodía de Allison, dijo:

—Detente.

Allison lo hizo y, perturbada, miró a su profesor, con mucho nerviosismo.

—No me mires así —dijo él—, esto no es una prueba.

—Lo siento, profesor, es que realmente quiero hacerlo bien —soltó un suspiro, desanimada—. Pero aún no comprendo del todo qué fue lo que hice mal.

—Fíjate.

Sang avanzó lentamente hacia el piano, para sentarse a tocar. Al verlo, Allison pretendió levantarse para darle el lugar libre, pero él la detuvo.

—Quédate allí, solo escucha y observa.

Se sentó a su lado, con increíble parsimonia. No se sonó los dedos, ni se masajeó las manos, como lo hacía Allison en una extraña manía que había adquirido hacía unos meses atrás. Solamente tocó y, entonces, empezó. Allí vino, junto con la elegancia de sus movimientos, la hermosa melodía de Beethoven, y de su famoso himno.



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En el texto hay: romace, musica, profesor alumna

Editado: 03.09.2018

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