Dulce Mentira

Capitulo 21

Sofía
Un mes después…

Había pasado un mes desde aquella noche en la que Bruno, visiblemente afectado, me contó por fin toda la verdad sobre Dante y su pasado. Recuerdo sus palabras, el modo en que le temblaba la voz mientras me hablaba de Amanda, esa mujer que había decidido desaparecer tras dar a luz, dejándolo solo con un bebé al que ni siquiera había planeado tener. Desde entonces, algo cambió en mí. Mi vínculo con Bruno se volvió más profundo, más real. Y con Dante… ni hablar. No podía dejar de pensar en lo mucho que había sufrido ese nene al comienzo de su vida, y en lo fuerte que era ahora, gracias al amor de su padre.

Aunque Bruno me aseguró que él se encargaría de averiguar quién estaba detrás de los mensajes anónimos y las fotos amenazantes, yo no pude quedarme de brazos cruzados. Él ya cargaba con demasiadas responsabilidades, y esta vez quería hacer algo por él, por los dos… por nuestra pequeña familia. Así que sin decirle nada, contraté por mi cuenta a un investigador privado.

Hasta el momento, no habíamos conseguido pistas concretas. El celular desde el que se enviaron los mensajes era desechable, lo cual dificultaba rastrear al remitente. Aun así, le pedí al investigador que enfocara sus esfuerzos en Amanda. No podía quitarme de la cabeza su imagen, su nombre, su silencio. Si algún día decidía aparecer, necesitaba estar preparada. Saber quién era realmente. Qué quería. Y hasta dónde estaba dispuesta a llegar.

Este lunes, como cada mañana, llevé a Dante al jardín. Me despedí con un beso en la mejilla y un apretón suave en la nariz, como le gustaba a él, antes de verlo correr hacia sus compañeritos. Después pasé a buscar a Renzo. Me había ofrecido acompañarme al mercado, y también me iba a ayudar a buscar un local donde pudiera abrir finalmente mi pastelería. Ese sueño seguía intacto, más firme que nunca, incluso con todo lo que estaba pasando.

Caminábamos juntos por un local en alquiler, uno de los varios que habíamos recorrido durante la mañana. Renzo se había adelantado para revisar el tamaño de la cocina, mientras yo me quedé en la entrada, revisando mi celular. Fue entonces cuando la pantalla se encendió con una nueva notificación:

Investigador: Hola, señora Rossi. Tengo información. ¿Nos podemos reunir en media hora en esta dirección?

Sentí un cosquilleo recorrerme el cuerpo, desde el cuello hasta las piernas. Le respondí de inmediato:

Sofía: Hola, sí. En media hora nos vemos.

Mi corazón empezó a latir más rápido. Me temblaban los dedos. Miré hacia donde estaba Renzo, que seguía inspeccionando el horno industrial del fondo.

—Renzo —lo llamé con voz baja, algo tensa.

Él se giró al instante, notando de inmediato mi expresión alterada. Caminó hacia mí con el ceño fruncido, preocupado.

—¿Pasó algo? —preguntó, tomándome las manos con suavidad.

Asentí, tragando saliva para deshacer el nudo en mi garganta.

—Me acaba de escribir el investigador. Dice que tiene información y quiere reunirse… en media hora.

Renzo no dudó ni un segundo.

—Vamos —dijo con firmeza—. Te acompaño.

No tuve que pedirle nada. Sabía cuánto significaba esto para mí. Me sonrió con esa complicidad que compartimos desde siempre, como si supiera que lo necesitaba a mi lado justo en ese momento.

Salimos del local y subimos al auto sin perder tiempo. El GPS nos marcó el destino: un hotel ubicado a unas pocas cuadras. La dirección me descolocó un poco. ¿Por qué ahí? ¿Qué clase de información había conseguido como para citarme en un lugar así?

Miré por la ventanilla mientras el auto avanzaba. Las calles pasaban rápidas, pero mi mente iba todavía más veloz, llena de suposiciones, miedos y presentimientos. Amanda. Todo me llevaba de nuevo a ella.

Y por primera vez, sentí que estaba a punto de descubrir algo que podía cambiarlo todo.

El hotel era discreto, de esos que pasan desapercibidos entre edificios de oficinas y comercios cerrados. No era lujoso, pero tampoco un lugar abandonado. Tenía una fachada limpia, con un pequeño cartel dorado que apenas brillaba bajo el sol del mediodía.

Renzo estacionó en la calle de enfrente, y caminamos juntos hacia la entrada. Sentía el estómago revuelto, como si algo dentro de mí supiera que estaba a punto de escuchar algo importante. Definitivo. Tal vez incluso perturbador.

Al llegar a la recepción, preguntamos por el señor Gutiérrez, el investigador. La mujer detrás del mostrador asintió sin preguntar nada más y nos indicó que subamos al segundo piso, habitación 204.

—¿Está seguro de que nos está esperando ahí? —pregunté, insegura.

—Sí, señora, él ya dejó todo pago. Nos dijo que no quería interrupciones —respondió la recepcionista con una sonrisa neutra.

Subimos por las escaleras. Sentía que cada escalón pesaba el doble. Renzo caminaba a mi lado en silencio, sin soltarme la mano. Cuando llegamos al segundo piso, buscamos la habitación. Al llegar frente a la puerta 204, me detuve unos segundos antes de tocar.

—¿Estás bien? —susurró Renzo.

Asentí. Golpeé la puerta.

—¿Sí? —dijo una voz masculina desde adentro.

—Soy Sofía Rossi —respondí.

El clic del cerrojo sonó enseguida. La puerta se abrió y allí estaba él: un hombre de unos cincuenta años, camisa arrugada, expresión cansada pero atenta. Nos hizo pasar y cerró la puerta detrás de nosotros.

—Gracias por venir, señora Rossi. Y usted debe ser… —miró a Renzo con curiosidad.

—Renzo, un amigo de la familia —dijo él enseguida.

El investigador asintió y nos invitó a sentarnos. En la pequeña mesa redonda había un sobre de manila cerrado, una laptop abierta y varios papeles desordenados. El cuarto olía a café fuerte y encierro.

—Sé que ha pasado tiempo desde que me contactó —empezó diciendo—, pero necesitaba asegurarme de que la información fuera certera. Y creo que ahora, finalmente, tengo algo que vale la pena compartir.




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