Cuando mamá me dijo que nos mudábamos a Milán, yo pensé que era una persona o un gato, no sé por qué, pero “Milán” me sonaba a nombre de mascota de rico, después de muchas explicaciones de mamá entendí que era una ciudad, una ciudad gigante, con calles raras, mucha gente que habla como cantando, y edificios altos, al principio me gustaba, pero también me asustaba un poco.
En mi antigua casa, la panadera me regalaba trocitos de pan dulce los miércoles, tenía mi camita cerca de la ventana y el parque estaba justo cruzando la calle, pero en Milán todo es más grande, el parque estaba lejos, y no había una panaderia cerca.
Mamá dijo que vinimos porque en Milán hay más trabajo, que esta ciudad es buena para que podamos tener una vida mejor, yo no sé mucho de eso, pero sí sé que desde que llegamos, ella está más cansada, duerme menos, y a veces se queda mirando la nada cuando piensa que no me doy cuenta.
Pero yo siempre me doy cuenta, porque soy chiquita, no tonta.
Lo bueno es que me deja ir con ella al trabajo. Y su trabajo es el mejor lugar del mundo.
Tiene ventanas enormes, muchas computadoras, sillas que giran, y personas que usan ropa bonita como si estuvieran en una pasarela, la gente me saluda cuando paso, y hay una señora de gafas que me da caramelos de menta escondidos en una taza, pero lo que más me gusta es el señor Bruno.
Él es el jefe, el más jefe de todos, tiene voz de robot elegante, camina como si la oficina fuera un castillo, y su cara parece la de el pitufo gruñón, pero menos azul, y a mí no me asusta, me parece gracioso.
La primera vez que lo vi, pensé que lo conocía de algún lado, tiene los ojos grises, bonitos como los míos y se muerde la punta del dedo cuando está pensando igual que yo, aunque mamá dice que eso es una “maña” y que debería dejar de hacerlo.
Yo no le dije nada. Pero desde ese día empecé a mirar al señor Bruno diferente a veces me imagino que es mi papá. Que un día vendrá y me dirá: “Hola, soy tu papá secreto, lo siento por llegar tarde, ¿quieres ir por un helado?” Y yo le diré que sí, pero solo si le pone azúcar a su café.
No sé si eso va a pasar, pero tampoco sé por qué no podría.
Llegamos muy temprano al trabajo ese día y hacía mucho frío, mamá me llevó en tranvía y me dejó en la oficina mientras ella se reunía con el señor Bruno y otras personas que hablaban usando muchas palabras difíciles, yo me senté en mi rincón, con mis crayones, y dibujé un elefante en patines, luego otro luego uno más, al final tenía toda una pista de circo en mi hoja, pero me faltaban los globos.
Decidí salir a buscar algunos globos en el lugar y por suerte escuché que la señora que siempre trae café estaba hablando con otra señora de moño, cosas muy interesantes.
—Hoy es el cumpleaños del jefe… pero ya sabes que no le gustan las sorpresas. —murmuraban entre ellas, se escuchaban muy tristes.
¿Cumpleaños? Del jefe ¿Del señor Bruno?
¡Del SEÑOR BRUNO!
Yo casi salté en mi lugar. ¡Era su cumpleaños! ¡Y nadie iba a hacer nada!
¿Cómo podía ser eso posible? ¡Nadie puede tener un cumpleaños sin globos! Eso era una ley, una ley sagrada de los cumpleaños, como que las galletas de chocolate siempre van con leche. Así que decidí que si nadie iba a celebrarlo yo lo haría.
Primero revisé mi mochila, solo tenía dos globos arrugados, uno era rojo y el otro verde con estrellitas, los había guardado desde mi último cumpleaños, luego fui a buscar más. Caminé por los pasillos preguntando a todos:
—¿Tienes globos? —preguntaba a quienes pasaban por mi lado, algunos se rieron, otros dijeron que no, pero una chica muy linda del área de diseño me dio cinco globos azules que usaron en una sesión de fotos.
—Buena suerte, pequeña conspiradora. —Dijo guiñandome un ojo, no sabia que estaba constipada, tenía que pedirle a mamá mi remedio para moquitos.
Volví corriendo, mamá ya estaba en la oficina mirando de un lado a otro, hasta debajo de la mesa, me acerqué despacito y le tiré de la manga.
—¿Mamá?
—¿Por qué no estabas aquí? Estaba preocupada
—Fui al baño. —murmuré. —¿Puedo ir un ratito a la sala grande? Solo un poquito.
—¿Para qué?
—No puedo decirlo, es un secreto.
—Sofía…
—Es una sorpresa. ¡Pero una sorpresa linda! me aburro mucho en tu oficina —Ella me miró, con la cara que pone cuando quiere decir “no” pero le gana la curiosidad.
—Está bien, pero nada que haga ruido, ni desorden y no rompas nada. A partir de la otra semana irás al jardín, no hay vuelta atrás, así no te aburres aquí.
—¡Prometido! —dije, y salí corriendo antes de que se arrepintiera.
Me colé en la sala grande por una puerta que siempre queda entreabierta. La sala estaba vacía, todas las sillas todas ordenadas, la mesa enorme, los vasos de agua puestos en línea y encima de todo eso demasiado silencioso.
No podía dejarlo así, ¡Era su cumpleaños! Así que empecé.
Inflé el primer globo, me costó un montón pero lo logré, en el segundo se me escapó y salió volando por la sala como una abeja loca, casi muero de risa, el tercero lo amarre mal y se desinfló en mi cara pero no me rendí.