Dulce venganza (edición)

Centro de gravedad

Florence miró el café humeante con una bonita sonrisa dibujada en todo su rostro, y se tomó algunos minutos para saborear el croissant de mantequilla que había elegido del menú, también para pensar en lo que Kaled le había dicho.


Se lo tomó con calma y acorde los dos comían y disfrutaban de su desayuno juntos, ese café que el hombre le había prometido el día anterior, caviló detenidamente en cada acontecimiento que había ocurrido durante la noche y en la madrugada. 


—Sigo sin entender —siseó ella y miró al hombre con curiosidad.


Todavía le costaba trabajo comprender que ya no estaba en el cuerpo del hombre, que había recuperado aquello que tanto anhelaba: su vida, sus muslos gruesos y su cabello largo; aun así, seguía sintiendo que algo le faltaba. Tenía un vacío dentro del pecho, una sensación de quemazón que le incomodaba y que no sabía cómo aplacar. 


Lo mismo sentía él. 


Un vacío inusual que no sabía cómo demonios explicar, ni mucho menos cómo llenar. Su cuerpo estaba completo, su mente trabajando a mil por hora, creando planes y proyectos nuevos para su futuro y aunque seguía creyendo que tenía todo resuelto, un algo, una pequeña pieza se hallaba extraviada y no le dejaba continuar. 


—¿Qué parte no entiendes, muñequita? —preguntó Kaled con la boca llena de comida, mirándola con grandes ojos.


—Porque vendiste tu empresa… es tu trabajo de años y…


—Ya te dije que hay cosas más importantes —le repitió y le miró con amor.


En ese momento, no existía otra descripción para lo que él sentía, y es que no era tonto, ni ciego, ni mucho menos inhumano a eso que la joven le producía. Tampoco iba a malgastar su tiempo negándolo, o exigiéndose a cambiar algo que ya estaba escrito. La adoraba, la veneraba, la quería, la amaba. 


La amaba tanto que, a veces le faltaban razones para comprender cómo había llegado hasta allí, pero las que tenía le eran suficientes y enérgicas para saber al pie de la letra qué era lo que ahora quería.


Por otro lado, la joven estaba confundida, tal vez un poco dolorida por todas las versiones escuchadas y sensible a la verdad, a esa que seguía masticando, una y otra vez, pero que no se podía tragar. 


No podía negar que le  dolía lo ocurrido, aquello que Kaled había elegido como primera opción, pero de lo que luego se había arrepentido. Y es que si se hubiera acostado con otra mujer, claramente, ella jamás lo habría perdonado. 


Existían tantas emociones dentro de su pecho que, de seguro, tardaría algunos días en procesar y comprender la verdad, además de sus sentimientos, esos que seguían mezclados por el cambio de cuerpo, la fiesta, la venta de la empresa y muchas otras cosas que Florence seguía intentando comprender. 


—¿Más importantes qué tu propia empresa? —insistió. 


—Mira, muñeca porfiada —amonestó él, un tanto fatigoso de su actitud negativa—. ¿Te ha pasado qué te sientes ajena a algo? —indagó con el café en la mano.


Flor alzó las cejas ante su pregunta y luego lo detalló profundamente. A pesar de que estaba magullado y con la cara destrozada, el muy desgraciado continuaba viéndose perfecto.


—Todo el tiempo —contestó ella, sincera ante todo.


—Bueno, así me sentía yo allí.


—¿En tú propia empresa? —curioseó Flor, mostrándose más exaltada.


—Sí, Flor —confirmó—. Ya estaba cansado de discriminar por la altura, el peso e incluso el color de piel. No soy nadie para decidir quién es perfecto o no, al final y al cabo, no soy nada, pero nada perfecto.


Flor sonrió emocionada.


—Para mí lo eres y lo serás siempre —susurró bajito, tímida y con la mejilla rojas. 


Kaled asintió con la cabeza y una bonita monería que a Florence le pareció adorable. Luego negó, envuelta por su verdad, sus sentimientos, esos que no era capaz de razonar.


—Vas a creer que estoy loco, pero…


—Jamás —interrumpió ella. Kaled le miró con confusión—. Jamás creería que estés loco.


Kaled sonrió y se sintió tan seguro como ella también se sentía.


—Voy a vender el departamento que tengo y el auto —explicó y Flor se quedó boquiabierta. 


No dijo nada, no era nadie para cuestionarlo. Al final y al cabo, Kaled era dueño de su propia vida, de sus propias decisiones.


—Me voy a comprar un departamento más humilde, algo más simple y no tan central —conversó elocuente y a la joven le pareció tan perfecto y maduro, que lo escuchó con mayor atención—. Con el dinero del auto me voy a comprar algo más de tierra y… 



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En el texto hay: amor y odio, cambio de cuerpo, trastorno alimenticio

Editado: 01.02.2021

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