En el aeropuerto había mucho movimiento, las personas caminaban de un lado a otro con desespero, era un ajetreo desmedido viajar en temporada vacacional. Dulce no hallaba la hora en que ese avión despegara y la hiciera llegar por fin a su destino. Estaba ansiosa por empezar su nueva vida, lejos de todo lo que le había hecho daño.
A su lado derecho, permanecía sentado su padre, con un semblante serio y pensativo. Lo había visto acomodarse las gafas de aumento en más de seis ocasiones. Aun no concebía como era posible que después de todo el malentendido y de que Ricardo haya fallado a su confianza, fuera capaz de compadecerlo, estando a su favor en enterarlo con respecto al bebé que esperaba.
Del otro lado; estaba su madre, ella lucía más animada, feliz de verla partir. La noche anterior le había incitado a emprender todo lo que pudiera allá en el país a donde se iría. Había conversado con ella respecto a sus estudios, le había asegurado que ellos pese a la lejanía, no la abandonarían. La ayudarían en todo lo que necesitara, le enviarían dinero para sus estudios y para que viviera tranquila. Asunto que rechazo vehemente.
Su madre no estuvo conforme con esa oposición, pero su hija era ya una mujer adulta, a punto de ser madre soltera y exigía confrontar su vida. Sola. No quería ser una carga para ellos, no quería tener que ser ayudada a pesar de necesitarlo. Expuso que prefería aprender a sobresalir por sí misma, a enfrentar los miedos de la soledad y a enseñarle al hijo que llevaba en su vientre, la capacidad de ser independiente. De nunca dejarse manipular y mucho menos estremecer ante nada ni nadie.
El dolor la estaba convirtiendo en una mujer fría, rencorosa, pero también en una mujer anhelante de avanzar en la vida en base a méritos propios.
Le había dejado terminantemente prohibido a su familia, expresar el lugar a donde había decidido marcharse. Ellos estaban de acuerdo, a excepción de Álvaro que no lo estaba tanto pero que sin embargo respetaba la elección de su hija. En cuanto a la servidumbre y algunos conocidos, nadie tenía entendimiento de su partida, a excepción de Carmen, quien sabía que la habían ido a dejar al aeropuerto, pero desconocía su lugar de destino.
Carmen tampoco estaba muy de acuerdo con el escape de Dulce, con aquella precipitada salida a su sufrimiento. En menudas ocasiones le suplico pensar bien la situación, dejar a un lado su daño personal y pensar en el bienestar de su hijo. Es por eso que prefirió mantenerla al margen de su nuevo rumbo. Cosa que entristeció mucho a la viejecita que la vio crecer y que por ende, rompió el corazón herido de la joven, que se mantuvo firme en no ceder.
La casa se veía tan vacía, era una residencia muy grande y lujosa. Cubierta de detalles coloniales y elegancia que se opacaba sin las risas de la que alguna vez fue una pequeña niña de cabellos oscuros que corría por los pasillos, o hacía travesuras al abrir y cerrar las puertas de cada habitación del hogar. Carmen dejó caer una pesada lágrima al observar el retrato que había de la jovencita, sobre la pared a un costado del inicio de las escaleras que conducían a las recamaras.
Extrajo con las manos trémulas un pañuelo de uno de los bolsillos de su vestido y sollozo cubriéndose los labios. Así fue como continuó llorando aún con más sentimiento mientras se repetía cada vez «te extrañaré mucho, hija. Mi niña hermosa, espero que tu corazón logre sanar y no se oscurezca por el dolor. No, Dulcecita. No»
Clavó sus pupilas oscuras sobre los ojos ámbar de la chica en el retrato, con un suspiro profundo se dispuso a continuar sacudiendo el polvo. En cuanto dio la media vuelta escuchó el timbre de la puerta principal sonar. Miró su reloj de pulsera que con cariño le había obsequiado Dulce y luego dirigió su visión a la entrada. Pensó que podría tratarse de los señores Valencia. Aunque era muy temprano, quizás Dulce había apresurado aún más su partida.
— Buenas tardes, Carmen. ¿Cómo ha estado? —recibió el saludo de Ricardo, quien para su sorpresa era la persona que tocaba a la puerta. Era lógico pensar que se trataba de un extraño, ya que los señores Valencia debían traer llaves del inmueble. La senil dama lo miró intrigada. No esperaba verlo después de tanto tiempo ausente del lugar.
— Bien, gracias señor Zambrano. Dígame, ¿Qué se le ofrece? —actuó con amabilidad, reconociendo que no había razón para que su aparición fuera debida a Dulce. Los problemas que tenía con la familia ya se habían resuelto y la promesa de mantenerse alejado de ellos, debía tenerla bien en claro. Así que Carmen quiso descartar la idea de que estuviera ahí, por saber de la joven que habitaba la casa.
— Carmencita, yo sé que usted es una señora muy buena. Que independientemente de la relación que tuve con Dulce, sabe siempre actuar con honestidad. Con verdad —La dama se contrarió.
— No entiendo, señor Zambrano. Si viene aquí buscando información de Dulce yo...
— Necesito saber solamente si de verdad ella se ha ido del país. Le suplico que me lo confirme Carmen. Juro que es lo único que me interesa saber, porque de ser así. Obligaré a mi mente a no volver nunca a imaginar la posibilidad de recuperarla, me iré al igual que ella. Pero lo haré solamente para que ella vuelva, ella no merece huir como una delincuente por mi culpa —dijo con un tono deprimido. Pero también seguro de lo que emitía—. Necesito que le entregue esta carta, que se la envíe a donde quiera que ella este y le diga que quien se irá de la ciudad seré yo, en cuanto lo lea lo sabrá... pero espero que una vez que me sepa lejos, vuelva, regrese aquí y salga adelante como siempre lo añoro. Trabajando y viviendo en su país, donde algún día idealizó sobresalir.
— ¿Usted estaría dispuesto a irse lejos y a nunca volver a México, solo por verla feliz? —inquirió Carmen titubeante, pero conmovida a la vez del visible arrepentimiento del hombre frente a ella.