Apresurados tomaron un taxi mientras aun sobre la acera se podía observar a Daniel con la mirada perdida en el suelo. Ya en el auto, Dulce miró por detrás y el hombre continuaba erguido. Sintió descontrol en sí misma al advertir el sufrimiento en él. Pero no podía hacer nada por evitarlo, no podía intentar amarlo si después de tanto tiempo, ese amor no se había logrado.
Cuando decidió casarse con él, más que nada lo hizo por gratitud. Se sentía muy bien estando a su lado, él le brindaba apoyo, y lo veía como un excelente hombre para educar a su hijo. Sin embargo, jamás pensó que para formar una familia se necesitara más que un sentimiento de agradecimiento.
El taxi zigzagueo entre el poco tráfico matutino de la ciudad. Alguna vez Ricardo le dio la ubicación exacta de su hogar, por si deseaba llevar a Camilo con él de visita. No obstante, nunca había ido en el tiempo que tenia ahí viviendo, obligada por las circunstancias . En parte, lo que su madre había dicho referente a que más que anhelar que su hijo se sintiera bien con sus padres unidos, también lo hacía por ella, tuvo razón.
Era cierto que Ricardo fue cruel, que llevado por su rencor y por ese corazón ensombrecido que tuvo, le causo mucho sufrimiento. Pero eso había quedado en el pasado.
Giro un poco su cabeza hacía donde se encontraba Camilo, al otro extremo, mirando tras el cristal con mucha emoción cada lugar que atravesaban. No hablaba, pero podía percibir su felicidad. Nunca lo había visto emocionarse tanto por algo. Eso también la colmaba de dicha a ella. Se le hacía un poco extraño que no cuestionara nada respecto a Daniel. A pesar de ser un niño de seis años, respetaba las conversaciones de los adultos y casi nunca cuestionaba debates entre estos. A excepción de aquellos asuntos que tenían que ver directamente con él, como lo era el tema de Ricardo.
— Mamá, mamá. Hemos llegado. Es aquella casa —y señalo una vivienda que podía observarse a lo lejos. Situada sobre la cima de una colina. Desde la curva por la que transitaban sobre la carretera, el panorama mostraba una extraordinaria vista. Sin duda, esa residencia en color nacarado era más hermosa de lo que alguna vez imaginó ver.
— Si amor, es preciosa —sonrió observando al taxista por el retrovisor, mismo hombre a quien también le causo gracia la sobreexcitación del niño.
Camilo estaba acostumbrado a vivir rodeado de opulencia, sus abuelos al recuperar su fortuna podían continuar con su antigua vida de elite. Sin embargo, no era ver una hermosa casa lo que excitaba al pequeño, sino más bien, mirar a la persona que aguardaba dentro.
Subieron en el vehículo hasta la colina, el taxista parqueo el auto justo afuera del acceso a la lujosa residencia. Dulce y Camilo se apearon y ella pago el servicio. Una vez que el auto se alejó, avanzó tomada de la mano de su hijo.
Camilo la fue guiando así hasta llegar a la puerta principal. El sendero para acceder hasta allí, estaba rodeado de alguno que otro árbol. Estar en ese sitio brindaba paz y calma. Parecía ser que el aire golpeaba más profundo sus mejillas, acariciando sus pómulos mientras con un arrastre mágico la conducía hasta donde debía estar.
— ¿Quieres llamar a la puerta mamá?, porque yo aún no alcanzo el timbre —El niño con una curiosa sonrisa señalo el artefacto circular a un costado de la puerta. Ella correspondió el gesto sacudiéndole el cabello por la parte de la corona de la cabeza, al tiempo en que presiono el timbre.
De pronto se sintió embargada por un nerviosismo inexplicable. Hacía años que no se sentía de ese modo, miro con disimulo las palmas de sus manos y noto que le sudaban. El clima no era caluroso, todo lo contrario, pero ella, su cuerpo subía de temperatura al compás de los acelerados latidos de su corazón.
Ricardo era el único hombre capaz de provocar ese mar de sensaciones en ella, ese torrente de emociones que barrían todo a su paso. Hasta la garganta se le había secado, los labios los percibía fríos, resecos, por lo que tuvo que humedecérselos. Inhalo profundo y exhalo en un largo suspiro toda esa bocanada de aire. Sus pulmones se lo agradecieron pero su estómago se quedó intranquilo. Lo que ignoro es que gracias a su desconcertante humor, apretujo en varias ocasiones más de lo debido la mano de Camilo, quien intrigante la miro elevando sus ojos.
— ¿Te encuentras bien, mamá? —indago el niño. Ella asentó encogiéndose de hombros.
— Sí, porque no habría de estarlo. Solo venimos a despedirnos de tu padre ya que saldremos esta misma tarde a Toronto —respondió sin dejar de mirar la puerta frente a ella. Ya sus pies comenzaban a moverse frenéticamente de desespero—. Parece que tu padre no se encuentra en casa, tal vez debamos volver más tarde, antes de marcharnos.
— Solo has tocado una vez, ¿y si intentas de nuevo? —insistió. Dulce llevada por sus impulsos también presionó de nuevo. En parte no quería reconocer frente a su hijo, lo deseosa que estaba de ver a Ricardo. De hablar con él. Quizás hasta de decirle que lo amaba, ahora que había aceptado que así era.
Esperaron unos segundos más, al no obtener respuesta, Dulce determino dar media vuelta y tomar el mismo camino por donde había llegado, esta vez para regresar. A regañadientes Camilo empezó a avanzar junto a ella. Pero justo cuando iban bajando el último de los tres anchos escalones que alejaban del pórtico, escucharon una conocida voz.
— Dulce —exclamó Ricardo. Esa ronca voz, era aquella que tanto extrañaba. Algo había cambiado en ella tras escuchar la confesión de Daniel. Su mal comportamiento y conocer el trasfondo que ocultaba, le había servido para abrir los ojos descubriendo que en el mundo no existe ser perfecto. Tal vez llevada por sus ilusiones, por su fantasiosa idea del príncipe del cuento, sobrevaloro demasiado a Ricardo en su momento, elevándolo sobre un pedestal, aferrada a que no podría tener alguna imperfección.