En algún lugar de la ciudad, una sirena aullaba.
La extraña comitiva recorrió aquellas calles desiertas amparada por la oscuridad que precede al alba. Andaban con el silencio furtivo de los ladrones, paso ligero, ojos y oídos avizores a compañía no deseada.
Dafne lideraba la marcha, la mano posada en el puño de la espada en todo momento, lista para desenvainar a la primera señal de alarma. Tras ella iban los gemelos, carcaj a la espalda, arco en mano—aunque Diana lo portaba con más seguridad, como si fuese una extensión de su brazo—. Cerrando la fila iba Orión, la espada terciada en la espalda y el cuchillo de caza asomándose junto al cinturón.
Los otros iban apretujados en sus chaquetas protegiéndose de la brisa nocturna, sus alientos levantando vahos en el aire, pero Alexandro no sentía frío, aunque no llevara nada por encima de la camiseta ligera. El olor a mar que impregnaba el aire se entremezcló con el aroma a café recién hecho cuando pasaron frente a la única tienda abierta a aquella hora.
Recorrieron un sistema de callejuelas que Dafne parecía conocer de memoria hasta el extremo más occidental de la ciudad. Un gato callejero maulló saliendo de entre las sombras y Alex lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista en dirección a la avenida que los transeúntes comenzarían a llenar de un momento a otro camino a sus trabajos, a la escuela y a sus compromisos, reanudando las rutinas que componían sus vidas normales… Y el grupo se adentró en un callejón empinado que apestaba a basura.
La casa reposaba quieta al final del camino serpenteante, solitaria. Llamarla casa sería pasarse de generoso; se trataba más del armazón de una residencia de dos pisos caída en el olvido, un cascarón de ladrillo tambaleante aguardando en silencio el derrumbe.
Dafne enfiló el camino a través de la puerta salida del marco y los demás intercambiaron miradas de soslayo antes de seguirla.
A diferencia del teatro y la mansión de Bisalte, aquella casa no se encontraba en mejores condiciones por dentro. El aire estaba saturado de polvo, el papel tapiz casi borrado del todo, la madera del suelo tan podrida que Alex temía se hundiría bajo sus pies a cada paso que daba, ni hablar de las paredes que parecían dispuestas a desmoronarse al mínimo roce. Por doquier había regadas cajas, papeles y juguetes viejos; sillas desprovistas de una pata o espaldar, los restos de una vajilla hecha trizas, el relleno de un gran sofá de terciopelo verde regado por toda la sala… Una avecilla trinó aleteando a través del gran agujero en el techo por donde entraban ya los primeros rayos del día.
«¿Cuál es la obsesión de esta gente con los lugares abandonados?», se preguntó Alex pasando con un salto por encima de un triciclo rojo carcomido por el óxido.
La puerta que conducía al sótano estaba situada al final de un largo pasillo, detrás de ella una densa penumbra les devolvió la mirada.
—Cuidado con las escaleras—les advirtió Dafne adentrándose en las sombras sin molestarse en llevar una fuente de luz.
—Esta es la parte en que nos mata a todos y oculta nuestros cuerpos donde nadie los encontrará nunca, ¿no?—murmuró Orión con un tono de voz dramático asomándose por la abertura—. Soy demasiado joven para morir, sólo tengo cinco mil años.
Alex no descartó la posibilidad.
Tuvo que tomarse un momento junto a la entrada para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, sólo entonces pudo vislumbrar las escaleras empinadas y reunir la valentía suficiente para bajar.
Ni el más exiguo rayo de luz se atrevía a entrar en esa bodega atiborrada con torres y más torres de cajas apiladas tan juntas que apenas había espacio para pasar. Al aire polvoriento del piso superior se le sumó el hedor a humedad de allí abajo, taponeándole la nariz.
Alex iba con las manos extendidas al frente tanteando el camino mientras se deslizaba despacio entre las pilas de cajas, agudizado el oído para guiarse por los pasos de Dafne, pero igual acabó tropezando varias veces. «¿Qué le costaba traer una vela al menos?». Cuando su mano palpó algo con la textura demasiado similar al pelaje de una rata, pegó un salto hacia atrás y tropezó con una torre el doble de su altura que se balanceó peligrosamente amenazando con sepultarlo vivo.
Se quedó muy quieto conteniendo la respiración hasta que las cajas dejaron de tambalearse, entonces dejó escapar un suspiro de alivio.
En ese momento una luz pálida iluminó el sótano. Alex se dio media vuelta y vio la esfera de luz cerúlea del tamaño de una pelota de tenis que proyectaba reflejos argentinos a través del cuarto flotando en el aire sobre la palma de Diana.
—Muy útil, ¿no crees?—dijo ella con una sonrisa que parecía tener brillo propio como la esfera, el rostro fino bañado por la luz clara.
La muchacha movió la mano y la esfera se desplazó por el aire hasta detenerse junto a Alex.
—Gracias—fue todo cuanto pudo decir con la mirada clavada en tan curioso objeto. Se preguntó vagamente cuánto le tomaría acostumbrarse a ese tipo de cosas.
Con la bola de energía avanzando a su lado, fue capaz de vislumbrar lo que había a su alrededor. Las paredes manchadas de moho y cubiertas de telas de araña, las alimañas arrastrándose por los rincones.