Ecos del Abismo

Capítulo 19: Las Puertas del Abismo

La llave en la mano de Helena pesaba como si estuviera hecha de plomo. Su superficie fría y corroída parecía vibrar con una energía que no podía explicar. La casa, antes sombría y vieja, ahora estaba viva con un resplandor rojo oscuro que provenía de los símbolos en las paredes. El aire olía a metal caliente, y el sonido del péndulo del reloj resonaba en su cabeza, aunque este ya no se movía.

La voz del encapuchado seguía presente, susurrando desde todas partes y desde ninguna:

—Las puertas están cerca. Solo queda dar el último paso.

Helena respiró hondo, intentando calmar los latidos frenéticos de su corazón. Miró la llave una vez más antes de dirigir su atención hacia la sala principal. Había algo nuevo allí, algo que no había estado antes: un enorme marco de piedra negra, tallado con los mismos símbolos que ahora cubrían las paredes de la casa. El marco, rodeado de una densa oscuridad, parecía pulsar, como si tuviera vida propia.

Sabía que esas eran las puertas.

Cada fibra de su ser le gritaba que no se acercara, que tirara la llave y saliera corriendo, pero algo más fuerte la impulsaba hacia adelante. Una mezcla de curiosidad, desesperación y el extraño sentimiento de que todo esto siempre había estado destinado a suceder.

A medida que avanzaba hacia las puertas, la temperatura bajó bruscamente. El aire se volvió denso, dificultando cada respiración. Helena extendió la mano con la llave, y esta comenzó a brillar débilmente, como si respondiera al llamado de las puertas.

—Helena —la voz de su abuela sonó repentinamente, clara y fuerte.

Helena se detuvo en seco, girando la cabeza en busca del origen de la voz. Pero no había nadie.

—¿Abuela? —preguntó, su voz temblorosa.

—No lo hagas —advirtió la voz, esta vez más cerca—. Si abres esas puertas, liberarás lo que llevamos generaciones tratando de contener.

El corazón de Helena se detuvo un instante. Todo lo que había experimentado hasta ahora parecía apuntar a este momento, pero ahora dudaba. ¿Y si todo lo que había visto era solo una trampa? ¿Y si abrir esas puertas significaba condenar no solo a San Albino, sino a algo mucho más grande?

—Entonces dime qué hago —susurró al aire, con lágrimas en los ojos—. Nadie me ha dado respuestas. Nadie me ha dicho la verdad.

El silencio fue su única respuesta.

Finalmente, Helena dio el paso final. Colocó la llave en la cerradura del marco de piedra y, con un movimiento lento y tembloroso, la giró.

El sonido que siguió fue ensordecedor. Un rugido que parecía provenir de las entrañas mismas de la tierra sacudió toda la casa. Las paredes comenzaron a agrietarse, y la luz roja que había llenado la sala se apagó de golpe, dejando solo la negrura absoluta.

Las puertas comenzaron a abrirse, y Helena sintió un viento helado que la hizo retroceder. Dentro del marco no había nada, solo un abismo infinito, un vacío que parecía devorar todo lo que lo rodeaba. Pero entonces lo vio: formas que emergían lentamente de la oscuridad, figuras altas y esqueléticas con ojos brillantes y cuerpos distorsionados.

—¡No! —gritó Helena, retrocediendo mientras las figuras avanzaban hacia ella.

Las sombras la rodearon, susurrando palabras en un idioma desconocido. Sus ojos brillaban con un hambre antigua, y Helena entendió, demasiado tarde, que había cometido un error.

La última cosa que escuchó antes de que todo se desvaneciera fue la voz del encapuchado, suave y fría como el hielo:

—El ciclo se ha completado.

Y luego, el silencio absoluto.




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