Educando a la princesa

Capítulo 8: Una princesa en apuros

Lo había intentado. En serio, lo había hecho. Al regresar a casa, con la apariencia de un perro gruñón y mojado, le había pedido a Lucas que la comunicara con sus padres para convencerlos de comprarle un nuevo celular. 

En su mente era un plan perfecto. Sus queridos papás le creerían, se asustarían por el atentado contra su vida—exagerar un poco nunca estaba de más—y le comprarían un nuevo celular último modelo. Quién sabe, quizá incluso le pedirían volver a casa por miedo de perder a su princesa. Qué ilusa fue.

Por supuesto que no creyeron una sola palabra. Ella era Samantha Braconi. La princesita dorada. Protagonista de escándalos, amante de las fiestas, amiga de herederos parranderos, y adoradora del lujo y glamour de las grandes marcas. Sin olvidar que también podía ser una buena mentirosa ocasional. 

Mentiras piadosas, decía ella. 

Estás en camino a ser una criminal, respondían sus padres.

Así que no, no creyeron nada. Pensaron que era otra de sus jugarretas para engatusarlos, darles lástima, apelar a sus sentimientos de amor por la menor de sus hijos. Pero ellos se habían preparado para aquel momento. Ella lo supo por las palabras mecánicas que salieron de sus labios, como si de un guion ensayado se tratase. 

—Pues bien, no los necesito para nada—respondió ella ante su negativa de comprarle el nuevo iPhone 12 Pro Max. —¡Y ya no soy su hija, no los reconozco!—gritó de forma dramática. Esperó unos segundos para ver si había conmovido sus corazones, pero un silencio sepulcral la recibió al otro lado de la línea.

Ni Judas fue tan traidor.

Molesta, colgó la llamada y le devolvió el celular a un preocupado Lucas.

—Samantha, tú...—comenzó el guardia.

—Estoy bien—respondió ella de manera rápida. No tenía ganas de lidiar con ningún tipo de adulto en esos momentos. Aunque ese adulto en particular fuera el dueño de muchas de sus fantasías de novio perfecto.—Solo me encuentro algo cansada, me iré a recostar un rato.

Lucas le sonrió dulcemente y asintió ante su respuesta.

—Por supuesto—dijo—descansa. 

Ella subió las escaleras de dos en dos y llegó resoplando al segundo piso. Sí, definitivamente, el ejercicio no era lo suyo.

Pero no se tiró a "descansar" como se suponía que haría. No había tiempo que perder. Samantha Braconi necesitaba un nuevo celular, y si este no iba a ella, ella encontraría su camino hasta él.

¿Creían que era una inútil?¿Que se tiraría a llorar y quejarse sin hacer nada? No, señor. Sus padres, el sapo tonto y el mundo entero sabrían de lo que era capaz Samantha Braconi. Ella era la maldita princesa de Inglaterra, y que la condenaran si no conseguía un trabajo al finalizar aquel endemoniado sábado.

Buscó y buscó. Había comprado una infinidad de periódicos con los pocos dólares que le quedaban. Además, había algo que nunca fallaba: la tecnología. Sea en papel o en pantalla, debía de existir algún tipo de trabajo para una estudiante como ella. Y el tiempo le dio la razón.

Al caer la noche había casi cerrado un trato. Casi, porque el único requisito era que se presentara a las 8 en punto de la mañana siguiente, ni un minuto más, ni un minuto menos. Había hablado como por una hora con una tierna viejita que le contó una serie de aventuras y desventuras de cuando había sido enfermera en el Hospital General. Samantha lamentó con toda su alma cuando la mujer más divertida que había conocido tuvo que colgar para alimentar a sus perros, dejándola en suspenso sobre si había aceptado la propuesta de matrimonio del guapo doctor Harrison, o se había decidido por el tierno interno que le había declarado su amor de manera épica. 

Cuando terminó la llamada, se sintió una ganadora. No sería el empleo más fascinante del mundo, pero le daría dinero. Su propio dinero. Nadie podría tocarlo, sería invencible.

Salió de su habitación. La noche había caído hace poco y tenía tanta hambre que casi podía sentir como su intestino grueso se comía al delgado. Iugh. 

Cuando llegó al primer piso, lo primero que observó fue el plato de comida tapado que se encontraba encima de la mesa. El olor del puré y el pollo asado le hizo agua la boca. En ese momento, creyó en Dios.

Se acercó para darle rienda suelta a su hambre, cuando vio al lado una gran taza tapada. La abrió y vio lo que era: flan. Un delicioso y gran flan, brillante, jugoso y delicioso. Uno de sus postres favoritos. En el top 3 de los postres más deliciosos del mundo y la galaxia entera. Incluso si hubieran otros universos por descubrir y otros postres por probar, no cambiaría de opinión.

A un costado de la taza, encontró un post it con unas palabras en él.

Sé que tuviste un mal día, y deseas que no me entrometa en tus cosas, pero quiero que sepas que no estás sola. Siempre que lo necesites, yo te tenderé una mano. Espero que este postre logre sacarte una sonrisa. Y recuerda: ningún mal dura para siempre.

PD: Sé que realmente no descansaste como dijiste que harías. No te sobreexijas. 

Samantha sintió una gran calidez abrazando su corazón. Nunca le había pedido nada, pero él había pensado en ella. Alguien había pensado en ella sin buscar algo a cambio. Sintió las lágrimas picar en las esquinas de sus ojos y la garganta ligeramente dolorida. Pero probó un gran bocado de flan y una sonrisa curvó sus labios. Más animada siguió comiendo y pensando que la vida, cuando quería, podía ser realmente bella. 

***

A la mañana siguiente, despertó con los ánimos en alto. Cepilló su pelo a conciencia y se puso la ropa más adecuada que pudo encontrar. Ni escandalosa, ni aburrida, en el punto medio. Perfecto.

Bajó al comedor y se sentó a la mesa con alegría mal disimulada. Untó un par de tostadas con mermelada y mantequilla, se sirvió un vaso de jugo de naranja y comenzó su festín. 

—¿Alguna novedad?—preguntó Lucas sonriendo ante la brillantez de su ánimo.




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