Educando a la princesa

Capítulo 10: Unos amigos fuera de serie

—Entonces, una princesa, ¿eh?

Fue lo primero que escuchó al darle una mordida a su manzana. Era la hora del almuerzo, el único momento realmente suyo en un lunes de locura como aquel. Ni bien había dado el primer paso dentro de la escuela, todos empezaron a saludarla. Se sentía casi como una celebridad. Siendo quien era, estaba acostumbrada a la atención, pero recibir este trato de sus compañeros la hacía sentir distinta. 

"No perteneces aquí", escuchó una voz en su mente. 

Pero hizo caso omiso. No se dejaría vencer por sus inseguridades.

—Samantha Braconi, princesa de Inglaterra— respondió luego de tomarse el tiempo de masticar su manzana y limpiar su boca con un pañuelo de papel.

Observó con interés al chico que le había hablado, era demasiado atractivo como para ignorarlo. Pelo azabache, casi carbón, con una sedosidad admirable. Ojos felinos, de un color entre verde y dorado. Boca insinuante, con labios ni muy delgados ni muy gruesos, "besable". Como cereza del pastel, un cuerpo firme acompañaba a aquel chico "A1", como habría dicho su maestra de historia. 

"Anímate a mejorar la especie" le habría aconsejado la liberal princesa de Grecia.

"Los guapos son los más cabrones" le habría explicado su hermano.

"Preséntame al chico lindo" le habría pedido su joven tía, alejada del según ella "sofocante" ambiente real.

Pero Samantha no quería ni una relación, ni mejorar la especie, ni nada que se le pareciera. Solo quería volver a su hogar y sabía que un chico como aquel, significaba problemas. Mucho más si se encontraban solos en el techo de la escuela, tomando en cuenta que él no había hecho más que observarla durante el último minuto, aunque, para ser justos, ella lo había admirado con la misma intensidad.

Ella se paró de donde estaba sentada, se alisó la falda y se dispuso a irse de aquella azotea que había fallado en su propósito: alejarla de cualquiera de sus nuevos "pretendientes". Y no exageraba, había recibido 4 cartas en lo que iba del día. Todo un récord.

Pero antes de que pudiera llegar a la puerta, una firme voz la detuvo.

—Siéntate.

—¿Qué?— Volteó de forma rápida y lo encaró.— ¿Estás loco?

—Hablemos.

—Mira, si esta es tu gran idea de "conquista", déjame decirte que estás completamente equivocado. Puede que te funcionara con otras chicas, aunque lo dudo, pues cualquiera con tres neuronas te habría mandado a volar, pero conmigo esto es inútil. No creas que ser guapo es el único requisito para que te acepten todos tus caprichos.

—¿Qué?— preguntó el chico riendo mientras enarcaba una ceja. Su rostro mostraba toda la confusión que expresaba en su voz.

—¿Qué de qué?— preguntó Samantha a la defensiva.

—¿Creíste que yo...que quería que tú y yo?—la confusión desapareció dejando que su risa, antes apenas contenida, explotara, llenando de carcajadas aquella anteriormente tranquila azotea.

Samantha sintió que su rostro se calentaba.

—Ey, ¿qué te pasa?— le dio al chico una palmada en la espalda, quizá con más fuerza de la necesaria. Pero la risa no cesaba. 

—¡He dicho qué te pasa!— exclamó de forma frustrada la princesa.

—Lo que pasa, querida Sherlock—le respondió una voz surgida de la nada— es que casi matas de risa al pobre muchacho.

Dos chicas salieron de entre la oscuridad detrás de la puerta e hicieron su aparición mientras caminaban al mismo ritmo, uno, dos uno, como si de soldaditos se tratase. 

La que había hablado, una chica muy pequeña, continuó.

—Al parecer las princesas no son inmunes. 

Samantha no entendía nada, se sentía como pez fuera del agua. 

—¿A qué te refieres?—preguntó con exasperación.

—Bueno, lo que quiero decir es que las princesas son como el común de los mortales. Como nosotros, para ser más precisos...

Las risas habían cesado. Cuando Samantha volteó vio como la otra chica, una castaña con cuerpo digno de certamen de belleza, golpeaba al chico sin piedad. 

—Habíamos pensado que, quizá, eran diferentes en alguna forma, ya sabes, todo eso de la sangre real, las monarquías, los siglos de historia—continuó la pequeña pelirroja. Sus manitos regordetas se movían acompañando su discurso.—Pero al parecer, eres una adolescente como cualquiera. También tienes una debilidad por los chicos lindos. No es necesario que sean príncipes, ¿cierto?

Samantha estaba descolocada, ya no sentía molestia, solo curiosidad. Escuchó unos grititos provenientes del chico. Le seguían dando de alma.

—Te...dije...que...no...la...molestaras—le reprendía la linda reina de certamen mientras que alternaba cada palabra con fuertes golpes de su mano.

—¿No deberíamos de ayudarle?—preguntó la princesa—Parece como si lo estuvieran llevando al matadero.

—No te preocupes, en cinco segundos termina.—respondió la pequeña— Siempre es lo mismo.

—¿Cómo que siempre es lo...

—Shhh. Observa.—la pelirroja observó su reloj de pulsera— Cinco...cuatro...tres...dos...uno.

—Si vuelves a hacerlo, a la próxima te irá peor.— terminó la bonita encajando un último golpe en el brazo del guapo y, al parecer, adolorido muchacho.

—Y cero. Eso fue todo.

Samantha quedó con la boca semiabierta. 

¿Pero qué demonios?

—Discúlpalo, Derek aparece así, de improviso. Puede haberte incomodado, pero no es un mal chico. Y no fue su intención burlarse de ti, créeme. — le explicó la castaña mientras le dedicaba una sonrisa cordial— Soy Katrina, por cierto, pero puedes llamarme Kat. Y ella—dijo señalando a la pequeña— es Helena. 

—Y ustedes están aquí porque...—comenzó Samantha.

—Es nuestro espacio— respondió Helena.—En realidad, los demás no nos tratan muy bien si sabes a qué me refiero. Somo una especie de rechazados, marginados. No lo sé, somos distintos, algo como "El club de los cinco", ¿viste la película?—cuestionó— Este es el único lugar en donde podemos ser nosotros mismos, sin las críticas de chicos que apenas pueden limpiarse el trasero y que solo piensan en perder la virginidad antes de los 16.




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