Pero, ¿qué le pasaba por la cabeza? Siempre eran la princesita y sus juegos. Desde que Samantha había llegado a su vida, ya nada era igual.
Antes era él, solo él. Algunos días con sus amigos, otros, con alguna chica que no entendía el significado del "no estoy interesado". Pero así era la vida, ¿cierto? Siempre le traía sorpresas inesperadas.
Cuando sus padres, ambos doctores, decidieron irse a África en una misión humanitaria, él no pudo menos que sorprenderse. Quedarse solo en casa por meses enteros habría sido el sueño de cualquier chico, pero no el suyo. Se llevaba muy bien con su papá, quien le contaba sus denominados chistes de abuelo y le relataba anécdotas de sus juventud ya repetidas una y mil veces; y adoraba a su mamá, quien siempre parecía entenderlo aún cuando ni el mismo lo hacía, lo cuidaba en sus resfriados y le cortaba el pelo como toda una profesional. Así que sí, los amaba, y aunque no se los dijera, ellos lo sabían. Estaba seguro.
El primer mes, fue bueno: Fiestas, comer chatarra todo el día, visitar a Jessica sin la mirada cómplice de su padre y la reprobadora de su madre. Era el paraíso.
Al segundo mes, el alcohol ya no era tan atractivo, la chatarra sabía insípida y las salidas habían perdido un poco de su encanto.
Para el tercer mes, la sola vista del alcohol le daba náuseas, la chatarra había entrado en su lista negra de comidas que no son comida, y el salir, simplemente ya no le llamaba.
Pero el cuarto mes, fue distinto. Cuando creía que ya no soportaría más soledad, y estaba dispuesto a llamar a sus padres llorándoles porque volvieran y perdiendo su dignidad en el proceso, llegó ella. La princesa de Inglaterra. La loca, bulliciosa y retadora princesa de Inglaterra.
A primera vista, le resultó hermosa. Parecía una aparición. Mucho más bella que en la televisión o las revistas de los escaparates. Pelo rubio brillante, ojos verdes profundos y labios pequeños y rojos. No es que él la hubiera analizado, no, pero tenía ojos y ella estaba ante ellos. Así que sí, debía admitir que durante los primeros segundos de su encuentro, había caído ante la belleza de esa engañahombres.
Pero ni bien abrió la boca, lo malogró todo. Era chillona, malcriada, loca. Y fue entonces, cuando recordó la razón por la que había ido a parar a su casa: El escándalo del siglo. Una princesa que necesitaba ser reformada. Alguien que salía a fiestas sin parar, que se metía con el primer espécimen musculoso y sin cerebro que pasara enfrente suyo, y que gastaba en ropa más de lo que él gastaba en sus alimentos del mes. Un caso perdido.
Ni siquiera sabía que sus padres fueran amigos de los reyes. ¡Habían ido a la universidad juntos! ¿Cuan loco era eso? No, lo más loco era que no se lo hubieran contado. Si su madre era incapaz de guardar un secreto por más de 1 minuto, y su padre le confesaba incluso cuando se comía el último budín de la nevera.
Era increíble, pero no tanto como su promesa de acoger a una princesa mimada en su casa y dejarla sola...con un chico. ¿Es que acaso estaban dementes? ¡Tenían la misma edad! Eran un chico y una chica viviendo juntos. El crecimiento, las hormonas, la curiosidad por experimentar. Deberían de haber estado aterrados, no dispuestos a algo como eso.
Pero cuando les hubo expuesto todos los motivos por los cuales tenerla en casa era una mala idea, ellos solo habían reído. ¡Reído! Y cuando él les preguntó por qué, solo le respondieron: "Eres tú, Trevor" Y siguieron con aquel ataque de risa que había lastimado su ego.
Sí, era él, ¿y qué? Era un chico perfectamente saludable y hacer algo como eso le pareció muy irresponsable. Porque en realidad, sí era un chico sano, demasiado para su gusto. Y a veces tenía que hacer un esfuerzo extra por fingir indiferencia. Mucho más cuando la princesa hacía cosas como esas.
¿Quién en su sano juicio jugaba en sostén con un amigo? ¡Un maldito sostén de encaje! ¡Rojo! El llamado color de la pasión. Y sí, sí, claro que lo sabía. El chico era gay, ¿y qué? Seguía siendo un chico. Sus labios se habían tenido que sacrificar por jugar a ser el héroe. Pero cuando lo vio encima de ella, su cólera tomó posesión de él. Siempre se había considerado una persona analítica, y estaba orgulloso de ello, pero esa tarde se había desconocido. Se había lanzado sobre él como un animal.
Daba igual, cualquiera hubiera hecho lo mismo, ¿cierto? Nunca se sabía. Ese chico, Aquiles, podría ser bi y estar figiendo ante Samantha. Ya se imaginaba a la pobre princesita, cayendo ante sus mentiras. Andando en ropa interior ante un verdadero pervertido y falso amigo.
Era eso, claro. Aunque fuera una sospecha mínima, debía actuar. Muy sutilmente, para que Samantha no lo acusara de loco o creyera que tenía segundas intenciones.
Se paró de la cama en la cual había estado echado dando rienda suelta a sus pensamientos y salió al pasillo. ¡La puerta de Samantha estaba cerrada! Y él había sido muy claro.
Se paró frente a esta y tocó tres veces. Fue Samantha quien abrió luego de unos segundos que a él le parecieron muy largos. Estaba despeinada. Extraño.
—Dije que esta puerta se mantiene abierta— afirmó con voz clara y firme.
—No seas un aguafiestas Trevor, solo estamos hablando.
—Si solo están hablando, no tendrás ningún problema en mantenerla abierta.
—Me gusta mi privacidad, gracias.—respondió Samantha ligeramente irritada.
—Me mentiste— continuó Trevor.
—¿De qué estás hablando?
—Tu pelo. Dijiste que solo estaban hablando, pero estás despeinada.
La princesa volteó los ojos y se cruzó de brazos.
—A mí no me volteas los ojos— Trevor le señaló con el dedo mientras le hablaba con voz seria.
—Pues tú no eres mi padre y es mi problema con quién quiero despeinarme.
—Él es un chico.—argumentó— Y hace poco estabas en sostén ante él.
—Por supuesto, él me lo regaló y quería ver cómo me quedaba. Ya sabes, lo normal entre amigos.
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Editado: 15.04.2022