Edward Everwood

CAPÍTULO II

 

Eran las tres de la tarde del primer día del mes primero del año 1855. Un gran número de autwagens, vehículos similares a carruajes impulsados por un motor eléctrico que funcionaba con una gran batería Blyght y que eran dirigidos por medio de un volante y tres palancas para controlar la velocidad, la dirección y el frenado, se dirigían en fila con paso lento y bamboleante por un camino con rumbo a las afueras de la ciudad de Kaptstadt.

En el autwagen que iba a la cabeza del desfile se encontraban varios hombres empleados de una reconocida empresa funeraria de la ciudad. Iban ataviados en ropajes oscuros y adornados con sombreros de copa. Sus rostros se veían inmutables, pero podía sentirse cierta compasión en su interior. En la parte trasera del vehículo en el que viajaban se encontraba la señora Everwood, en el reposo del sueño eterno dentro de un ataúd de maderas finas que emanaban un delicado y refrescante aroma. El segundo autwagen llevaba a la familia Everwood y a los criados Robert y Amelia. En el resto de ellos se encontraban algunos amigos del señor Everwood, así como el resto de la servidumbre de su casa.

El camino era pedregoso y con muchos baches. A su alrededor podía verse una hermosa campiña cubierta por un verde pasto, árboles inmensos rebosantes de vida rebosantes de aves canoras que habían hecho morada en su follaje y entonaban una melodía que para los pasajeros sonaba más bien como una marcha fúnebre, además de arbustos silvestres adornados con flores de dulce aroma que hacían bien en ayudar a mitigar el dolor y la tensión.

Tras cerca de media hora de camino llegaron a su destino, una colina sobre la que se encontraba un gran edificio de piedras carcomidas por los años y que poseía una chimenea de boca muy ancha. Los empleados de la funeraria descendieron del autwagen, abrieron la puerta del compartimento trasero y extrajeron el féretro. Al mismo tiempo, de los demás autwagen comenzaron a descender el señor Everwood, quien llevaba al pequeño Edward en los brazos, sus hijos y los demás asistentes. Una vez que descargaron el cuerpo del vehículo, los empleados cargaron la caja colina arriba por un camino cubierto de losas que conducía al edificio. Detrás de ellos marchaba la procesión a paso lento, algunos de quienes la conformaban lo hacían en silencio mientras que otros en gemidos y llanto.

Se encontraban en el umbral del gran edificio, frente a una puerta fabricada en madera negra con una aldaba de hierro que correspondía a las pantagruélicas dimensiones de la construcción. Los trabajadores de la funeraria llamaron a la puerta por medio del pesado objeto metálico que de ella pendía, e instantes después apareció un sujeto de tétrica apariencia, quien abrió la puerta en atención al llamado. Caminaba encorvado como si los años le pesaran; su cuerpo delgado y el rostro pálido y cubierto de arrugas le daban una apariencia casi cadavérica y parecía que estuviese al borde de la momificación en vida. Estaba ataviado en ropas negras con un sombrero de copa tan avejentado como su propietario y tenía varios mechones de cabello de color gris que cubrían su esperpéntico rostro. Los más pequeños se sintieron un tanto incómodos y hasta impresionados por la apariencia de dicha persona.

—¿Qué asunto es el que los trae por aquí? —preguntó el sujeto con voz áspera después de echar un vistazo a la multitud.

—Somos los empleados de la funeraria. Traemos el cuerpo de la señora Everwood para el «bongerfeuer [1]».

—De acuerdo. Adelante, pasen. ¿Son ellos los familiares de la señora Everwood?

—En efecto —respondió el señor Everwood con mustia y seria voz—. Mi nombre es Zachariah Everwood. Ellos son mis hijos: Arthur, Beatrice, Charles y Diana. Y este es el pequeño Edward —dijo en referencia al bebé que llevaba en brazos.

—Mi más sentido pésame para usted, señor Everwood, y para toda su familia. ¿Va a participar en el proceso del bongerfeuer?

—Así es. Deseo también que mis hijos estén presentes para que tengan la oportunidad de despedirse de su madre.

—Bien. Pasen entonces.

El señor Everwood asintió y procedió a entrar en el recinto, acompañado por sus hijos y también la servidumbre y amigos. El sitio en cuestión era bastante amplio, una gran sala con una mesa de piedra en el centro sobre la que los empleados de la funeraria depositaron el féretro con el cuerpo de la señora Everwood.

—Por favor, abran el féretro. Quiero ver por última vez el rostro de la mujer que tantos años felices dio a mi vida —ordenó el señor Everwood.

Los empleados obraron tal y como el señor Everwood ordenó. Removieron primero con cuidado la tapa y después la manta que cubría el cuerpo. Allí estaba ella, ataviada con un gran vestido blanco; no el mismo que utilizó el día de su boda sino más bien uno de sus preferidos, mismo que vistió en numerosos eventos y bailes. Los encargados de preparar el cuerpo la habían maquillado un poco e incluso se tomaron el tiempo de arreglar su cabello en un peinado recogido por detrás de la cabeza.



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En el texto hay: juvenil, drama, steampunk

Editado: 24.08.2019

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