La muerte había llamado a la puerta pidiendo a alguien, se disfrazaba de mentira para hacer caer a cualquiera que se encontrara en su camino. Ed no era tonto y supo quién era. Los tonos grises se refugiaban en las escasas y pálidas respiraciones. Iba muy deprisa y tenía mucha sed. Traía consigo tragedias más no supo que ya eran pasado. Conocer a Amber trajo la felicidad más temible que pudo experimentar la temible muerte. Corrió tan de prisa que nadie dio con su paradero.
Noviembre veintitrés. El fúnebre momento llegaba para despedir a Edward. Los pasillos se llenaban de amigos y familia que lo conocían. La mayoría había leído la carta que les escribió y habían quedado suspendidos en ese gesto que tuvo entregando todo lo que tenía y en esas lindas palabras que dejó en ellos.
Acompañaban su último camino por la ciudad hasta llegar al lugar donde sería sepultado. Llegaban a las tres de la tarde y estaban terminando de cubrirlo. De pronto una tormenta —de esas que no esperas— se acompañaba junto a un reluciente sol. Era leve pero mojaba un poco.
El rocío se quedaba en medio del cielo y la tierra, dio colores. Un arcoíris se logró apreciar al horizonte salvando con un techo los corazones adoloridos y tristes.
Era Edward a lo mejor diciendo adiós.
Los padres de Amber acompañaron su despedida y justamente estaban apreciando ese bellísimo detalle cuando sintieron una amena brisa recorriendo todo su ser. La brisa decía gracias.
Los salvaba de cualquier tormento que pasara por sus cabezas dejando desde la puerta de aquella cuna su paz que sin mediar se apoderaba de ambos. Si había culpa hoy ya no la había.
Dejaban unas flores relucientes en su sepultura que tenía de epitafio el nombre de aquel chico que ante la adversidad se levantó dando las lecciones más sorprendente que alguien podría dejar y les llamaron del hospital. Amber había despertado.
Qué ironía ¿no? había sido como una trasferencia de banco. Ella despertaba y Ed se marchaba para siempre.
Paulo tomó una foto del arcoíris para recordar la sagrada partida de la persona que salvó a su hija y se marcharon con rumbo al hospital a ver —con muchas ansias— a su amada hija.
Estaba muy desorientada y a duras penas entendía su entorno, se sentía alejada de la realidad incluso del tiempo.
— ¿Dónde estoy?— preguntaba
La enfermera de turno le escuchó y al ver que había abierto sus ojos llamó inmediatamente al doctor y regresó rápido para asistirle.
— ¿cómo te sientes Amber?
—un poco mal ubicada no recuerdo qué pasó.
—usted acaba de salir de una operación— contestó la enfermera
—y ¿mis padres?
—ya vienen de camino— dijo el doctor entrando a la habitación
— ¿Edward?
Hicieron un silencio incómodo porque no tenían palabras para contestarle.
—luego piensas en las personas mientras tanto descansa un poco. Terminaron de revisarle y salieron entre suspiros muy fuertes.
¿Qué podían decirle?
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La increíble manera en la que pasaba el tiempo era indescifrable, asfixiante incluso. Saber que no estás en la secuencia de los días, ni en el plenilunio vertiendo lo tangible de las cosas hacía pesadas las horas. Mirar máquinas y no saber qué había sido de ella, o de su familia, o de Edward. Tal vez tenía vida pero los primeros instantes debía ser fuerte y permanecer porque los días de lluvia venían con tanta prisa que ni se miraban.
Debía contemplar que las vertientes cruzarían los mares causando que la noche fuera real, tenía que entender que en medio de pesadumbre debía posar sus alas blandas y fuertes para dominar el vuelo.
Era un ave que volaba sobre la libertad, se detenía sin irse cuando la tormenta le hablaba diciendo que se sentía sola. Por eso la razón de la existencia buscaba refugio en ella, por eso las flores se postraban listas y sonrojadas si ante ellas tenían todo lo que necesitaban. Inútil era pensar que la dejarían morir
Tocaba el viento bajo el espejo del alba cruzando la lluvia o el holocausto y seguía desnudo ante la fortaleza.
La tarde de ese día traía ese viento que parecía maldito y se adhería a la tranquila luciérnaga que alumbraba el frío hielo charlando con relámpagos.
Sus padres llegaron al hospital y vistiéndose de lo necesario para enfrentar todo lo que se viniera a continuación y aunque no sabían cómo lo iban a conseguir se sumergieron al nutrido mar.
Amber al verles se alegró y viceversa, ellos también lo hicieron. Tomando sus almas una junto a la otra y se aferraron a los te quiero de los brazos mientras unas gotas de sal les visitaba.
Tenerse era un gratificante tesoro que no podía compararse con el reluciente y más preciado mineral.
La mente de Amber corría por cualquier parte en busca de sonetos que compusieran las piezas que se encontraban fuera de lugar. Se desterraba a sí misma para dar brote al anhelado acordeón. Composición que dejara caer sus notas de Re Mi Do y se juntaran con el Fa Sol La Si.
Se estremecía su alma y en eso preguntó por él. Saber de su sonrisa o su timidez en ocasiones, eso deseaba. Dejarse llevar por su mirada y perderse sin encontrar salida o rumbo.
Moría por un abrazo suyo, de esos que tranquilizaban las olas, la noche, los latidos del corazón.
Ambos aun siendo más que fuertes no sabían cómo decirle todo lo que había pasado, ni siquiera se podía controlar el ritmo con el que llamaba a gritos.
—Amber, le...
— ¿qué pasa papá? Dime. ¿Dónde está Ed?