FREDRIK
Al llegar a la empresa, la edificación se encontró en plena soledad a excepción de los guardias de seguridad. Ingresé y me dirigí hacia presidencia. Fueron muchos los recuerdos que aparecieron ante mi mirada. Si en aquel entonces hubiera sabido que mi padre sufría tal enfermedad, quizás hubiera dejado de actuar tan torpe, y pensar en convertirme en lo que él necesitaba. Alguien en cual pudiera confiar.
Al abrir la oficina. El largo camino hasta el escritorio se sintió diferente. La luz opaca que se filtraba por los cristales le dio un aire a melancolía a todo el lugar. Con mis zapatos húmedos, rechinando a cada movimiento que daba, me dirigí hacia el escritorio de él. Tomé asiento sobre su silla y visualicé mi rostro en la pantalla del computador.
Puede ser que, haya pasado mucho tiempo desde que mi rostro se vio de esa manera. Mi cabello era un desastre, las bolsas negras bajo mis ojos no ayudaba a mi apariencia y mis labios nebulosos no tenían su rojo habitual.
Abrí el primer cajón, encontrándome con algo que revolvió mi estómago hasta alcanzar a mi corazón. Una fotografía en la que aparecía mi madre, Alex y yo. Sentí mi nariz y ojos arder de nuevo. Me perdí en la imagen, recordando a la perfección ese día. Supe que era un poco difícil superar toda la verdad de un solo trago, y entendí la idea que pretendió trasmitirme mi padre.
Quizás si no hubiera sabido nada de eso, me habría sido un poco más fácil digerir la situación.
—Disculpe… —Percibí su voz antes de adentrarse a la oficina. Alcé mi mirada para encontrarme de lleno con su rostro, y entonces, una lagrima recorrió toda mi mejilla, de manera lenta y pausada hasta terminar sobre el escritorio.
—Charlotte… —Pronuncié suave. La expresión en su rostro continuó siendo la misma, no me alentó observarla. —. ¿Qué haces acá? —Guardé la foto de nuevo en el primer cajón.
—Ah, sí. Eso —Alcé mi mirada. —. Quería saber si se encontraba bien. Es que las palabras que dijo antes de irse me dejaron pensando en que, no sé… ¿tal vez se iba a suicidar?
Sonreí ante sus palabras antes de dejar salir una pequeña risa.
—Aún no he completado mi colección de ropa interior. —Pretendí bromear. —. No puedo abandonar el mundo sin dejar un legado.
Ella sonrió, quizás intentando que no me sintiera mal.
—¿Pudo hablar con su padre…? —Inquirió tímida.
—Si. En gran parte te agradezco. —Me situé de pie.
—¿Por qué…?
—Volví al país por ti —Revelé sin pausa. —. Si no hubiese sido por eso, probablemente no hubiera podido despedirme de mi padre.
Charlotte guardó silencio, y yo permanecí inmóvil frente al escritorio. Había vuelto para intentarlo una vez más, sin embargo, los diferentes tipos de situaciones me habían obligado a guardarme todo lo que sentía.
—No me vea así. —Comunicó mientras me acercaba a ella.
—No sé cómo debería verte.
—Si lo sabe. —Guardé mis manos dentro de mis bolsillos.
—No, no lo sé.
—No me vea.
—Me es imposible no verte. —Mi cuerpo se encontró a un par de centímetros del suyo, mientras bajaba mi cabeza para observar su rostro.
—A esto me refiero.
—¿A qué? —Profundicé.
—Siempre hace lo mismo. Se acerca intentando intimidarme.
—Continúa siendo igual de divertido. —Sonreí.
—Tal vez para usted.
—Quizás para ti también.
—¿Cree que es el momento de hacer esto?
La observé, percibiendo duda en su mirada, y un especial brillo que no había notado antes.
Tal vez no me percaté en ese entonces, pero al conocerla estaba demasiado oscuro a mi alrededor, y en esa agobiante oscuridad, un rayo de luz abarcó el lugar iluminando el camino como un puente. Haciendo una distensión en el espacio, alargando los segundos, convirtiendo los minutos en siglos mientras jugaba con las manecillas del tiempo. Esa chica era tan hermosa como las melodías del piano viajando a través del aire, tan frágil como los pétalos de una flor a la deriva del gran cielo azul.
Ahora sé que, desde el primer momento, piloté hacia ella con la misma fuerza que ejerce el viento a un molino, dando vueltas alrededor de sus ejes. Haciendo que mi corazón saltara desde la luna hasta la tierra, en una acrobacia careciente de sentido. Sin la seguridad de no sufrir al impacto.
Tal fue el momento, cuando me di cuenta que estaba enamorado de ella.
—No llegaste en un buen momento. —Proferí suave, inseguro, mientras esquivaba su cuerpo para abrir la puerta.
—Solo deseaba saber si se encontraba b…
—A mi vida, Charlotte.
Abrí la puerta y salí, encontrándome en el pasillo, con los dos hombres que habían tardado en llegar.
—Fredrik, quiero pregun… —Charlotte detuvo su voz al salir de la oficina. Se ubicó a mi lado y observó en la misma dirección que yo.
Un hombre bajo de estatura, de contextura obesa y sin un rastro de que en su cabeza alguna vez haya existido el cuero cabelludo. A su lado, un hombre alto, de contextura delgada, cabello negro con canas adornándolo y una barba tupida de color blanco.
Ambos sujetando un maletín en sus manos mientras vestían elegante.
—¿Quiénes son esas personas? —Investigó Charlotte.
—¿Recuerdas a los imbéciles de los cuales te pedí información?
Sebastián y Arturo se detuvieron en frente de nosotros.
—Ellos son esos imbéciles.
—No me esperaba otro recibimiento. —Comentó Arturo, el duende calvo.
—Tiempo sin verlo, muchacho. —Habló Sebastián.
—Ojalá hubiera pasado mucho más tiempo.
—No digas eso, Fredrik. Nosotros si extrañamos ver tu rostro.
—No hables por mí. —Negó Sebastián.
—A esto me refiero cuando digo que trabajar contigo es imposible. —Arturo lo observó.
—Deberías trabajar en tu colesterol.
—Y tu comprar otro tinte para esa desagradable peluca.