Los días siguientes pasaron como un reloj de oficina para Milagro. Su rutina se volvió monótona, predecible… mecánica. Iba a la escuela por la mañana, entrenaba al mediodía, volvía a casa, hacía sus tareas y dormía. Día tras día. Sin variaciones. Sin sorpresas.
Tres semanas transcurrieron así. Tres semanas sin ver a Ángel. Sin siquiera cruzarse con él. Y su loba… su loba seguía muda. No hablaba. No susurraba. No rugía. Como si estuviera sumida en un letargo profundo.
Hasta ese mediodía.
Milagro acababa de salir del colegio cuando Ángel se cruzó en su camino. Su sola presencia hizo que su cuerpo se tensara. Su voz fue baja, casi un susurro, pero cargada de urgencia.
—Milagro… necesito hablar contigo. Es urgente.
Y en ese instante, después de tanto silencio, su loba despertó. Brincó. Rugió.
Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué es esto?, pensó.
Ángel la miró a los ojos. En ellos había una tristeza honda, una carga que parecía consumirlo. Milagro sintió una punzada de compasión… y asintió.
Sin esperar más, Ángel caminó deprisa hacia su auto y abrió la puerta del copiloto. Milagro estaba a punto de subirse cuando una voz la detuvo en seco.
—¿A dónde vas? —La voz de Daniel retumbó tras ellos—. Hoy tenemos entrenamiento.
Milagro cerró los ojos con frustración antes de girarse lentamente. Ambos lo miraron al mismo tiempo.
—¿A dónde la llevas? —insistió Daniel, acercándose con paso firme. Sus ojos no se despegaban de los de ella.
—¿Por qué sigues aquí? ¿Qué esperas para irte? —le espetó Ángel, con la mandíbula apretada, conteniendo apenas la furia.
—Solo pregunté a dónde la llevas —repitió Daniel, sin alzar la voz, pero con una tensión que se sentía en el aire.
Milagro apretó los labios, molesta.
—Daniel, basta. Podemos ser amigos, sí, pero eso no te da derecho a vigilar cada paso que doy. Si quiero ir con Ángel, nadie me lo va a impedir. ¿Entendiste?
Y sin esperar respuesta, se subió al auto.
Ángel sonrió con arrogancia, lanzándole una mirada burlona a su hermano.
—La escuchaste. Quiere venir conmigo. Así que déjate de dramas y desaparece de una vez —dijo antes de cerrar la puerta con fuerza.
—¡Milagro, no vayas con él! ¡Él no es buena compañía! —gritó Daniel, dando un paso hacia el auto.
Ella lo miró por la ventanilla, con los ojos serenos.
—Lo sé. Y no me importa —respondió, con firmeza—. Necesita hablar conmigo. Así que hoy… no iré a entrenar.
Daniel se quedó inmóvil, la mirada fija en el vehículo. Sus ojos ardían con una mezcla de frustración, tristeza y rabia. Ángel, por su parte, lanzó una última mirada desafiante antes de arrancar.
—Gracias… —dijo Milagro en voz baja, mientras se acomodaba en el asiento.
Ángel la miró de reojo y sonrió con ese gesto ladino tan suyo.
—Siempre es un placer salvarte de mi hermano.
Milagro no respondió. No entendía del todo por qué había aceptado ir con él. ¿Porque lo necesitaba? ¿Porque algo dentro de ella la empujaba hacia su presencia? No se sentía insegura. Al contrario, una extraña confianza se asentaba en su pecho… como si su corazón lo reconociera.
Entonces recordó aquel instante en la azotea del colegio, cuando Ángel estuvo a punto de besarla. Su corazón palpitó más rápido. ¿Por qué anhelaba que volviera a suceder?
Cerró los ojos, intentando despejar su mente.
La voz de Ángel interrumpió el silencio:
—Lo siento, mi muñeca…
—¿Por qué me llamas así? ¡No soy tu muñeca! —espetó, visiblemente molesta.
Él la miró de reojo, sorprendido por la reacción.
—¿Solo eso escuchaste?
—Te he dicho muchas veces que no me gusta que me llames así —añadió, cruzándose de brazos.
—Ya es un hábito. Deberías acostumbrarte —dijo con una sonrisa ladeada.
—¿Estás loco?
—Sí —respondió sin dudar.
—Entonces deberías estar en un hospital psiquiátrico.
—Oh, mi muñeca… estuve en uno antes de volver a esta manada —murmuró.
Los ojos de Milagro se abrieron con incredulidad.
—¿¡Qué!?
Ángel soltó una carcajada.
—Estaba bromeando, niña tonta.
Milagro rodó los ojos, volviéndose hacia la ventana. Ángel guardó silencio unos segundos.
—Lo siento, Milagro —dijo al fin, en un susurro—. Perdón por cómo te hablé esa noche… por menospreciarte frente al Alfa y la Luna. Estaba furioso…
En ese momento, el auto se detuvo.
—¿Por qué has parado?
—Ya llegamos.
Milagro miró por la ventana.
—¿El bosque?
Ángel bajó del auto y le abrió la puerta con una delicadeza inesperada. Ella salió, confundida.
—¿Por qué aquí?
—Eso no importa ahora —respondió, tomándola de la mano sin pedir permiso y comenzando a caminar.
Ella bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas… luego lo miró a él. No entendía por qué la trataba como si tuviera derecho sobre ella. Y, sin embargo, se sentía… bien. Porque era Ángel.
El bosque los envolvía con su manto de sombras. A diferencia de otras manadas, en Estrella los árboles vivían cerca, formando un lazo íntimo con sus miembros. Era un lugar sagrado, lleno de memorias.
La última vez que estuvo allí, Daniel la había rechazado.
Pero esta vez… los recuerdos no dolían tanto.
Ángel se detuvo y Milagro hizo lo mismo. Habían caminado un buen tramo.
—Este es el lugar —susurró él.
Ella dio un paso más, curiosa… hasta que sus ojos se congelaron.
Frente a ella, un lago resplandeciente se abría paso entre los árboles, como un secreto bien guardado por la naturaleza. La luz del sol, apenas filtrada entre las copas, se reflejaba en el agua cristalina.
—¡Maravilloso! —gritó, sin contenerse.
Ángel le soltó la mano y ella dio un paso adelante, arrodillándose en el césped, mirando fascinada.
—Hermoso… —susurró Milagro.
Desde atrás, Ángel la observaba. Sus ojos recorrían su rostro iluminado por la emoción. Se acercó lentamente y se sentó a su lado.