Escocia, 1998
Todo empezó con un cuadro muy alabado en las grandes salas de la galería de arte de Edimburgo. A la pintura no le tenía gran aprecio a su sentido artístico comparado con muchos otros que conocía de allí. Y no era una catedrática de historia o una aficionada a la mitología griega, era sólo una licenciada de bellas artes, volviendo a recorrer como tantas otras veces los pasillos, pero esta vez sin la compañía que solía traer.
Unos niños corrieron por la sala que casi tropezaron conmigo y un hombre de cerca. La madre consiguió alcanzar a uno de ellos, al niño pelirrojo concretamente; lo zarandeó reprochado su comportamiento y llamando la atención de su hermana que se acobardó.
Volví a observar el cuadro sin aparente razón tras esa escena familiar. Aunque en realidad, estaba ensimismada en mis pensamientos. El principal propósito de visitar la galería fue distraerme y alejarme del centro de la cuidad. Alejarme de las llamadas de pesar de amigos y conocidos de mi tía, de los abogados y de mi padre. Y no funcionó como esperaba.
Suspiré y me dejé sentar en el banco ya sin saber dónde meter mi cabeza y apaciguar el luto.
—El altruismo de los hombres representando a las diosas... —Comenzó a decir un hombre al cuadro que compartió asiento conmigo—. No creo que las diosas de la alegría, la belleza y el hechizo sean dignas de sólo alabarse con frutos prohibidos y desnudos.
Levanté mi mirada en dirección al desconocido y fue el mismo que esquivó a los niños.
Olvidé mis ruidosos pensamientos y mi barrera de desconfianza.
Dirigí la mirada al cuadro de nuevo, pendiente del comentario del atractivo hombre que visto por encima aparentaba algo más de adultez que yo.
—Porque les cuesta reconocer que sean portadoras de la inspiración de los artistas y filósofos. Y los hombres siempre tienen miedo de ser dominados. Prefieren ser ellos los dueños de toda creación.
El desconocido guardó silencio hasta encontrar otra respuesta.
—Quizás también las amen y las temen aún así; creen que es semejante a la dominación.
Me despertó un gran interés su reflexión.
— ¿Es profesor de historia o filosofía?
El vivo verde de sus ojos contrastó con la piel tostada.
—Ojalá fuera cierto, pero sólo soy un aficionado, señorita —contestó con una cortesía inusual pese a su edad—. ¿Y usted?
Le estudié antes de confesar:
—Estudié bellas artes.
El hombre, el cual no le faltaba de encanto y exótico, pero de acento marcado como un escocés del norte, marcó una pose encorvada a decir en voz en baja:
—Y supongo que será de aquí y visitará con frecuencia el museo.
Yo asentí, con una extraña sonrisa que me provocó por la expresión cautelosa y avergonzada poco apegada a ese prototipo de hombre robusto y complexión neutra y confiada.
— ¿No le importaría tomar su tiempo e indicarme la galería del ala sur?
Fue ese momento, una intuición que me advirtió negarle su petición, alejarme de él cuan de prisa pudiera mejor, pero yo lo ignoré fantaseando como el pintor del cuadro.
Su nombre era Malkolm Harailt. Un hombre que se presentó en mi vida con la sabiduría que yo admiraba, una voz que sabía emplear en palabras y frases inspiradas de alguna época o la reencarnación de un caballero poeta, y una mirada que me sumergía en otro mundo lejos del mío.
Yo era muy joven, aprendiz de la vida, aunque esta fue vil conmigo desde muy niña y creía que ninguna otra de sus armas podía herirme más.
Y la vida me demostró lo cuán hermosa y sádica llegaba a ser con mi inocencia.

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Editado: 12.03.2021