CAROL
— Uno, dos y... Tres —mi madre procede a poner la última rodaja de manzana encima de la masa. Después coge el molde y lo mete en el horno—. ¿Quieres una manzana? —se limpia las manos en su delantal rojo con bordados blancos.
— No gracias.
Sin embargo, cojo una mandarina del bol de frutas y empiezo a pelarla dejando la piel encima de una servilleta.
— ¿Qué tal tu día hoy en el instituto, amor? —mi madre se sienta en la encimera mirándome fijamente mientras le da un bocado a su roja manzana.
— Bastante bien —miento.
La verdad es que no ha ido nada bien. Ha ido como la mierda. Desde el primer día en el que Hades Olimpo pisó mi clase me he sentido más incómoda que nunca. Desde que le solté todo ese sermón a Hades sobre Hades, ni siquiera me mira. No hablamos casi nada y si hablamos para algo es para lo típico.
— ¿Me prestas la goma?
— Sí.
Pero tampoco es que tenga razones para sentirme incómoda. El me pidió la explicación de mis apuntes y yo se la di como buena compañera que soy.
Algo parecido le pasa a Sara que el otro día volví a casa acompañada de una charla sobre lo odioso y egocéntrico que era Poseidón Olimpo. Que si la natación, que si sonrisa estúpida, que si... ¿Delfín empoderado?
Al parecer, la más normal de los tres es la hermana. Que al final no era la novia, flipo. Pero claro, cualquiera pensaría eso. Su apariencia hace justicia a su nombre. Afrodita, la diosa del amor y la belleza.
Es sorprendente que los tres tengan nombres de dioses griegos. Su padre se apellidaba Olimpo y no tuvo otra cosa que aplicarles el juego. Cada uno con un nombre de ser mitológico. Y no falló al colocárselos. Uno se llama Poseidón y nada de perlas, el otro se llama Hades y parece terriblemente muerto y atractivo a la vez. Y, por último, la otra se llama Afrodita y es un bellezón con patas. Oh, Lord, have mercy.
Mamá me escruta con la mirada como si estuviese buscando algún indicio de que miento. Mi cara se queda inmóvil mientras cojo un gajo de mandarina para llevármelo a la boca. Si no hay movimiento alguno, no se nota.
Mi madre entrecierra los ojos antes de seguir comiendo su manzana como si nada.
— ¿Sabes? He estado pensando en hacer una acampada algún día de estos —me dice.
— Mamá, no —me quejo—. Sabes muy bien que no me gustan los bichos ni nada de eso.
— Ay, que poco aventurera eres.
Da un saltito para bajar de la encimera y aterrizar en el suelo. Después abre la papelera y tira la manzana ya comida.
— Si tu padre estuviese aquí sí que irías, ¿verdad? —simula el principio de un llanto.
— Mamá, no empecemos.
Mi madre... Siempre poniendo la “si tu padre” excusa. Habla de él como si estuviese muerto cuando tan solo se fue a recorrer el mundo.
En su momento pensé que era muy raro que papá se fuese solo de viaje sin llevarnos a mamá y a mí con él, pero cuando me dijo que se marchaba solo porque ese viaje le ayudaría a descubrirse a sí mismo, dejé de interesarme por el tema. Es que, ¿qué tipo de explicación es esa?
Pero hablamos muy a menudo. Solo cuando él llama ya que viaja mucho y a todas partes. Creo que ahora mismo está en México, pero no estoy segura.
Mamá sonríe comprendiendo que no va a funcionar la excusa de los últimos tres años.
— Bueno, como quieras. Pero te convenceré —mira el reloj de la pared que marca las 20:50—. ¿Sabes los nuevos vecinos que se mudaron aquí al lado?
Frunzo el ceño, confundida.
— ¿Alguien se ha mudado?
Mi madre chasquea la lengua fastidiada por mi talento a no enterarme de las cosas.
— Te tengo que mantener al tanto de todo, ¿eh? —me reprocha— Claro, con todas las tareas que tienes y todos los recados que te mantienen de arriba abajo, normal que no te enteres.
— Yo me entero de muchas cosas —digo un poco ofendida.
— ¿Cómo cuáles?
Me quedo callada y como ya me he terminado la mandarina, me cojo otra.
— Ya sabía yo —sonríe—. Bueno, yo fui a darles la bienvenida y parecen muy agradables.
Asiento sin ningún interés mientras que mi madre va a comprobar cómo va la tarta de manzana. Vuelve a mirar el reloj y después se dirige hacia la encimera para volver a sentarse en ella.
— Así que la tarta es para ellos.
— ¿Qué? Pensé que era para nosotras dos —dirijo mi vista hacia el horno el cual contiene la tarta.
Mamá niega con la cabeza.
— Pues espero que la disfruten —farfullo—. ¿Se las vas a dar ahora cuando termine de hacerse?
— Bueno... De eso te iba hablar ahora —su voz suena un poco insegura.
Entrecierro mis marrones ojos mientras que mi madre balbucea cosas incomprensibles. A veces no sé si es una señora que roza los cuarenta años o una amiga de diecisiete. Mi relación con mi madre no es que sea la típica madre e hija. Somos como dos amigas viviendo en una misma casa solo que ella es la que está al mando de todo.
— Les entregas tú la tarta, ¿de acuerdo?
Abro los ojos considerablemente.
— Eeeh, no. ¿Por qué?
— ¿Qué por qué? Porque soy tu madre, ¿te parece poco? —emplea un acento mexicano mal hecho—. Yo te expulsé de mi bella vagina. Al menos hazme este favor.
— Vale, mamá. No quiero escuchar más —noto como la mandarina se revuelve en mi estómago.
— Me lo debes —finaliza utilizando su acento normal.
Suspiro mientras recojo todas las cascaras de mandarina de la encimera y las tiro en la papelera.
— Ok. De acuerdo. Les llevare la maldita tarta.
— Gracias, cariño —dice mi madre contenta de haberme convencido—. Cinco minutos más, la dejamos enfriarse un poquito y ya.
Me encamino hacia la tenebrosa casa que está al lado de la mía. Es toda negra y destaca muchísimo en todo el vecindario ya que una casa de aire tétrico al lado de casas blancas y de colores suaves da mucho de qué hablar.