El árbol de los 1000 ojos

Capítulo 50

La explosión causó un temblor dentro de mi prisión que hizo que las paredes temblasen como gelatina. Todas mis ataduras se alejaron de mí. Era libre. El problema era que con todo y mi libertad seguía dentro del árbol, cayendo hacia un agujero profundo y oscuro. Maullé de horror y cubrí mi car con mis patas.

Es cierta esa leyenda de que los gatos caemos de patas, pero eso no quiere decir que me guste ver como estas chocan contra el suelo, y sentir el dolor de una caída tan estrepitosa. Sin contar que la altura y yo no nos hemos hecho amigos. Puede que dentro de unos quince años, en mi lecho de muerte, nos consideremos conocidos.

Con tantas canas que me están saliendo por el estrés terminaré convertida en una gata blanca en poco tiempo.

Aterricé en una superficie suave y accidentada. No dejaba de moverse. ¿Moverse, dije? Más bien no dejaba de latir. Caí encima de su corazón. Desprotegido. Una sensación de euforia salió de mi corazón para contaminar todo mi cuerpo. Esto puede ser lo mejor que me ha pasado en todo este maldito día de mierda. Me sentía como una niña humana que ha recibido su regalo favorito de navidad.

Mi venganza va a ser grande, fuerte y dolorosa.

Una expresión ansiosa se formó en mi cara, dejé salir mis garras de mis patas. Comencé a morder y arañar ese endurecido trozo de carne que tenía encima de mí. Sumado con el quejido por tener una parte expuesta el árbol también se quejó por los dolores que yo le causaba. Eso hizo que mis acciones aumentaran en intensidad. Estaba lastimando a la bestia, no era algo que podía dejar pasar así como así.

—¿Crees que esas garritas tuyas pueden hacerle daño a mi poderoso corazón?

Si esa voz tuviera cara sería una muy sudorosa y con constantes muecas de molestias.

—No lo sé, ¿Lo averiguamos?

El corazón verde se hizo más verde al dejarse ver los primeros vestigios de sangre. Trabajé con más fuerza, dejé que la labor solo la completaran mis garras. El corazón de ese monstruo era demasiado duro para mis pequeños dientes y tenía un sabor asqueroso. Imaginé que el corazón era un sofá muy caro que necesitaba de una buena labor de decoración de mi parte.

En realidad no tenía que imaginar nada. Con solo escuchar al árbol quejarse bastaba para motivarme. Sus quejidos le daban vida a mi cuerpo. No pude salvar al señor Ricardo, cosa que se quedará conmigo, en una lista de personas a las que no pude salvar. Solo son dos, pero son más que suficientes.

El no haber podido salvar al señor Ricardo me iba a quitar el sueño por el resto de mi vida, pero tenía el consuelo de que le estaba haciendo pasar un mal rato a este monstruo. Seguí rascando. Era como rascar caucho. Mis garras se quedaban atoradas en unas gruesas venas azules, el tratar de romperlas era como romper un cable eléctrico. Necesitaba de unas herramientas más elaborado que las que la naturaleza me había proporcionado. Eso no era lo peor: varias heridas se cerraban. No con la rapidez de antes, pero tenía que trabajar de más para mantenerlas abiertas. Tal vez el árbol tenía razón. Tal vez mis garras no bastaban para hacerle un verdadero daño. Pero servían para distraerlo e incomodarlo.

Seguí rascando. Mis patas se estaban cansando, pero no me importaba.

Varios tentáculos salieron de las paredes del árbol y se dirigieron hacia mí, querían atraparme pero carecían de la rapidez de antes, cuando su cuerpo estaba sano. Si los tentáculos sanos hubieran venido por mí me habrían agarrado con la misma facilidad que uno agarra una garrapata obesa. Puede que mi muerte llegase a ser similar.

Sin dejar de rascar pude esquivar todos los tentáculos, eran tan lentos que parecían un anciano en bastón tratando de atrapar a un gato.

—Maldita alimaña. Maldito parasito. Maldita cucaracha.

Pensándolo bien: soy una criatura que vino desde fuera y que vive dentro del cuerpo de un huésped y que solo se dedica a hacerle daño. Por definición soy un maldito parasito, y muy orgullosa de serlo. Mis garras rascaban con más vigorosidad.

El árbol siguió insultándome.

—Maldito insecto, maldito tumor canceroso, maldito escupitajo, maldita mancha de sangre infectada de SIDA.

—Maldita hierba venenosa. Maldita planta bañada en caca. Maldito árbol meado. Maldito árbol de frutas podridas. ¿No te gustan que te insulten, eh?

En mi caso estaría más halagada u ofendida si supiera que cosa es un “Tumor canceroso”.

El gruñido del árbol hizo que toda la superficie temblara. Clavé mis garras en su corazón para sostenerme y esperé a que el temblor cesara. El árbol está furioso, pensé. Acabo de hacer enfadar a una entidad de otro mundo. No sé ustedes, pero eso me hace sentir realizada. No es algo que haya logrado cualquiera.

—Estoy débil, si — admitió el árbol —. Pero sé cómo recuperar mi fuerza. Cuando la consiga te prometo que te arrancaré los pulmones por las malditas orejas, ¿Quedó claro, mascota? Disfruta tu microscópica victoria mientras puedas.

Como respuesta reabrí una de sus heridas. Sus chillidos de molestia fueron perdiendo el volumen. El árbol había perdido todo interés en mí, y en mis ataques. Ahora me veía como un mosquito al que prefería ignorar. Continué arañando. Esta vez conseguí hacer un diminuto agujero del tamaño de mi pata. Ese pequeño logró me cansó considerablemente; no podía descansar. Si lo hacía ese agujero se cerraba. Seguí arañando con la esperanza de hacer ese agujero más grande y poder atacar desde dentro, ¿Quién sabe? Tal vez consiga destruirlo.



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En el texto hay: cultos, gato negro, monstruosidades

Editado: 20.09.2024

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