Era el año 330 a.C. y en Éfeso se celebraba la llegada de un hombre cuyas proezas hablaban por sí solas. Él había venido desde Macedonia, Grecia, trayendo consigo la grandeza de un imperio noble y aristócrata; le había perdonado la vida a su enemigo acérrimo, el rey persa Darío, e incluso había adoptado a las familias de las aldeas persas adyacentes como súbditos de Grecia. La gente decía que aquel hombre era hijo del propio Zeus, todos creían que tenía una misión divina y le respetaban como si fuera un dios; en verdad ese hombre, el rey Alejandro Magno, era objeto de admiración de toda su gente.
Aquel día Alejandro había ido a Éfeso para celebrar una ceremonia de bendición: estaba por iniciar el asedio a Persépolis, capital de Persia, y deseaba partir con la gracia de la Diosa de la Luna; deseando a su vez conocer el grandioso Templo de Artemisa.
Una enorme procesión aguardaba pacientemente la llegada del gran Emperador griego, toda la gente de Éfeso estaba ardientemente impaciente por ver con sus propios ojos a aquel hijo de Zeus, descendiente de la Casa de Hércules, caudillo del Imperio Griego enviado por los Dioses del Olimpo para llevar a su pueblo a donde ningún otro había llegado. La espera de la mañana se había tornado en la efervescencia de una fiesta en la tarde, la gente bailaba, comía, reía y hablaba de las hazañas del Emperador. Los cronistas contaban cómo Alejandro Magno había vencido a Darío durante la Batalla de Gaugamela y comparaban su valor con el de Leónidas de Esparta y sus 300 espartanos al luchar contra la flota persa durante la batalla de las Termópilas. Otros recordaban la Batalla de Isos en la que 365.000 griegos, al mando de Alejandro, vencieron a 500.000 persas, comparando la hazaña con la resistencia de Troya durante el conflicto entre Héctor y Aquiles. Algunos eruditos hablaban a la gente sobre la belleza de Alejandría, en la desembocadura del Nilo, y loaban la grandeza de una ciudad como solo Alejandro Magno podía crear. Las personas de Éfeso estaban reunidas a puertas del Templo de Artemisa y todos sus pensamientos se dirigían a un solo hombre: Alejandro.
El sol caía por el poniente cuando un grupo de soldados vestidos ceremoniosamente y portando antorchas de oro en las manos se aproximaron por el camino de entrada a Éfeso. Formaron una columna rodeando la calle principal que cruzaba la ciudad y que llevaba al Templo de Artemisa, dejando libre el sendero. Las personas llegaron al éxtasis cuando vieron a la columna militar pues supieron que Alejandro ya había llegado. Las mujeres empezaron a lanzar pétalos de flores en el camino que el Emperador recorrería y los hombres se alistaron para corear los himnos en honor a Alejandro. Tres carruajes entraron primero, los carros estaban bellamente adornados con escenas de las batallas del Emperador y los caballos que tiraban de ellos habían sido adornados con velos y escarpes dorados. Luego se vislumbró un carruaje áureo cuyos pasajeros eran los generales del ejército de Alejandro: Antígono, Tolomeo y Seleuco; ellos saludaban a la multitud al pasar en su carruaje. Y entonces el último carruaje ingresó a la ciudad.
La gente estalló en una sola voz de júbilo cuando le vieron. Alejandro vestía una armadura dorada con bellos diseños y adornos jónicos en el peto, las hombreras, brazales, canilleras, escarpes y grebas. El crin de su yelmo era rojo al igual que su larga capa. Sus ojos de ámbar tenían una expresión de total tranquilidad, como si la pomposidad del recibimiento no le impresionara. Su grabo enhiesto y su escultórico cuerpo cubierto tras la armadura eran lo bastante imponentes para enviar su mensaje a todos quienes le vieran: "Yo soy Alejandro Magno, y soy el Emperador". La expresión de su rostro tras sus afiladas facciones y su mentón eran tan duras como el acero de su espada: parecía un hombre inconmovible.
Los carruajes de los generales llegaron primero a la puerta del templo, los tres hombres se agacharon y se inclinaron ante la presencia de la Diosa que aquel templo significaba. Para ellos Artemisa era una diosa importante, en especial para las falanges de arqueros del ejército pues ella era la Diosa de los arqueros, de la Luna y de la victoria durante los combates nocturnos y con poca luz. La presencia de la luz de luna que rompe las tinieblas era la bendición esperada por los hombres de Alejandro durante los días más oscuros en los campos de batalla y muerte, por eso sabían que la bendición de Artemisa les daría fuerza para cruzar la oscuridad del Hades. Sin su bendición se sentirían inseguros durante el asedio a Persépolis. Para el propio Alejandro era importante tener la venia de Artemisa, la Diosa de la noche, pues él mismo auguraba una dura resistencia de los persas y no deseaba sufrir muchas bajas.
El carruaje de Alejandro llegó poco después que el de sus generales. Se bajó lentamente y miró la entrada del templo como si estuviera parado de igual a igual ante la Diosa. Para él la presencia de Artemisa era más un favor de una Diosa a un Dios que una suerte de sortilegio divino hacia un hombre mortal de carne y hueso. La gente también lo sabía y cuando vieron a Alejandro parado frente al Templo de Artemisa, sintieron como si un Dios visitara la casa de otro Dios. El encuentro de dos dioses conmovió a los presentes y sobrecogió su alma hasta que no supieron qué sentir.
Una mujer vestida con una larga túnica de un profundo color violeta apareció en la entrada del templo, su capucha ocultaba su rostro y su identidad tras un velo de misterio. Llevaba una cota de malla plateada, brazales bruñidos, hombreras redondeadas y botas de cuero; en su espalda colgaba un arco y una aljaba llena de flechas. Alejandro la vio y de inmediato evocó a las amazonas, una raza de mujeres guerreras que excluían a los hombres de su sociedad. La gente decía que las amazonas tenían ocasionalmente relaciones sexuales con hombres de los países vecinos, y mataban o enviaban a vivir con sus padres a los hijos varones que parían. Las niñas eran entrenadas como arqueras para la guerra y se hacían célebres por la belleza que desarrollaban desde la más tierna juventud. Artemisa era también la diosa de las amazonas, razón por la que a Alejandro no le sorprendió la presencia de una de ellas en el templo de Éfeso. Aristóteles le había dicho que las amazonas estuvieron casi constantemente en guerra con Grecia y combatieron también a otras naciones. Incluso estuvieron aliadas con los troyanos, y durante el sitio de Troya su reina fue asesinada por Aquiles.